"Dos rojas lenguas de fuego
que a un mismo tronco enlazadas
se aproximan y al abrazarse
forman una sola llama.
Dos notas que del laúd
a un tiempo la mano arranca
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan.
Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata."
que a un mismo tronco enlazadas
se aproximan y al abrazarse
forman una sola llama.
Dos notas que del laúd
a un tiempo la mano arranca
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan.
Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata."
Cuando María se marchó quedó solo nuestro caballero. La tarde era de invierno, y aunque él no podía sentir el frío, le pareció conveniente entrar en una cabaña de pastor que por allí había a pasar la noche. Encendió una fogata con la que iluminarse y se abandonó a sus pensamientos.
Pensaba en María, en su pelo oscuro, en sus ojos azules, su hermoso cuello, del que colgaba, el signo de los cristianos. Intuía que sólo su abrazo amoroso, podría liberar su espíritu de su eterna cárcel de acero, librarlo de su soledad infinita, existencial. ¡Pero como conseguir que ella, una mujer tan bella, se enamorara de una simple armadura, de una especie de artefacto medieval, que aunque disponía -y eso sólo gracias a su enorme fuerza de voluntad- de la facultad de hablar y de actuar, carecía de cuerpo!.
¡ Y si por fin pudiera vivir como un simple mortal, con un cuerpo!. No hacia falta que fuera especialmente hermoso, quería ser limitado; sufrir el dolor, las heridas, las enfermedades, padecer el frío de la noche y el calor durante el día, sentir hambre y sed. Pero en cambio, tendría manos capaces de tocar otro cuerpo, la piel de su amada, unos miembros capaces de sentir la delicia indescriptible de ese contacto íntimo. Podría tener relaciones sexuales, hacer hacer eso de lo que tanto había oído hablar y que le era totalmente inalcanzable. Y después de hacer el amor, dormir... por fin dormir; olvidarse de esa eterna vigila, de esa consciencia siempre alerta, que se extiende por los siglos como una condena, ese titánico esfuerzo tratando de prodigar el bien, del que apenas llegaba a ver los frutos.
Pensaba en María, en su pelo oscuro, en sus ojos azules, su hermoso cuello, del que colgaba, el signo de los cristianos. Intuía que sólo su abrazo amoroso, podría liberar su espíritu de su eterna cárcel de acero, librarlo de su soledad infinita, existencial. ¡Pero como conseguir que ella, una mujer tan bella, se enamorara de una simple armadura, de una especie de artefacto medieval, que aunque disponía -y eso sólo gracias a su enorme fuerza de voluntad- de la facultad de hablar y de actuar, carecía de cuerpo!.
¡ Y si por fin pudiera vivir como un simple mortal, con un cuerpo!. No hacia falta que fuera especialmente hermoso, quería ser limitado; sufrir el dolor, las heridas, las enfermedades, padecer el frío de la noche y el calor durante el día, sentir hambre y sed. Pero en cambio, tendría manos capaces de tocar otro cuerpo, la piel de su amada, unos miembros capaces de sentir la delicia indescriptible de ese contacto íntimo. Podría tener relaciones sexuales, hacer hacer eso de lo que tanto había oído hablar y que le era totalmente inalcanzable. Y después de hacer el amor, dormir... por fin dormir; olvidarse de esa eterna vigila, de esa consciencia siempre alerta, que se extiende por los siglos como una condena, ese titánico esfuerzo tratando de prodigar el bien, del que apenas llegaba a ver los frutos.
Era la primera noche del año 2009, mientras María se divertía en la fiesta de fin de año, Agilulfo absorto en el fuego de la hoguera, soñaba despierto. ¿Cómo sería posible, su anhelada fusión con María?. Fue en ese momento de ensueño que brotaron de su boca estos inspirados versos que anteceden a los que llamó Fusiones.
Io t'abbraccio. G F Handel. Rodelinda. ( Andreas Scholl. Anna C. Antonionni).
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