jueves, 15 de enero de 2009

El capricho de nuestros sentidos.


Para su fiesta de cumpleaños, Carlos había alquilado un local excepcional. Era una gran azotea acristalada, insonorizada y climatizada de un gran edificio, desde el que se contemplaba una panorámica nocturna de la ciudad. Había varias estancias independientes que permitían distintos ambientes con una distinta intensidad de la luz y una música diferente. La comida tipo “lunch”, se servía en plan autoservicio a horas predeterminadas, y el servicio apenas si se hacia notar. En fin todo resultaba muy “chic” como correspondía al trigésimo cumpleaños de uno de los chicos bien de la ciudad.

María llegó con Carlota, ambas habían sido invitadas en calidad de viejas amigas. La fiesta, estaba mucho más concurrida que las habituales en el chalet de los padres de Carlos. Pronto se hicieron varios grupos, que se correspondían con las conversaciones y el tipo de intereses de los concurrentes. Los casados con hijos pequeños se reconocieron de inmediato y ocuparon su estancia correspondiente; las parejas estables o recientes, ocuparon la pista de baile; y el tercer sector, el de los que venían sin pareja, que era el más amplio se repartió por el resto. Este grupo era una indefinida amalgama entre “la gente de siempre”, que para la ocasión, había adoptado un “look” más provocativo y los desconocidos. Sus señas de identidad consistian en no parar ni un momento de medirse con la mirada.
En el sector masculino de este grupo, había un ejemplar verdaderamente hermoso. Era un tipo alto y moreno, con un rostro afilado y varonil. Sus hombros eran anchos y poderosos, sus brazos musculosos, tenía el pecho de un atleta y pasaba, no menos de una cabeza en altura, a cualquiera de los otros muchachos de la fiesta. ¿Era lo que se dice “un buenorro”!. Y encima era dueño de una sonrisa preciosa, y de una forma de mirar, entre tímida y traviesa que provocaba explosiones en el corazón femenino.
María notaba que muchas de sus amigas no podían quitarle los ojos de encima y que ella, aunque trataba de evitarlo, también se contagiaba, poco a poco, de este influjo.
Supo por Carlota, que el muchachote acababa de llegar como médico al hospital, era por tanto compañero de Carlota, quien no esperaba encontrárselo en la fiesta. Era evidente, que todavía no conocía a mucha gente. ¡Aunque tal y como se le acercaban las mujeres en la fiesta parecía que esto no iba a ser un problema en su vida, sino al contrario!. Después de un mínimo de parloteo con los viejos amigos y en cuanto pudo, Carlota se acercó al atleta y sin presentárselo a nadie, se lo llevó, ante el estupor general, a lugar ignorado... ¡y probablemente algo más oscuro !. Ya no se supo más de ellos. ¡ Así era Carlota!.
La fiesta desde luego, se deslució mucho. María se reía para si misma, cuando escuchaba las puyas que las otras lanzaban contra Carlota.
Quedó María con la elegante compañía de Carlos, que bailó con ella, suelto, lento y agarrado hasta la extenuación y que volvió a tratar de seducirla, esta vez directamente con "la lírica de la vida en pareja" ( ¿la de ellos dos?) y a ponerse, como siempre de lo más cariñoso. Y así, una vez más, se fue agotando la velada.
A las 6 h de la mañana de regreso a su casa en el taxi, María se planteaba las mismas - estúpidas o muy importantes- preguntas que se hacía desde niña y que nunca había resuelto de manera convincente. ¿Por qué nos resulta atractivo un hombre por tener un palmo más de altura que los demás? ¿ Cuál es la relevancia de este favorable alargamiento del fémur?, ¿Ese tórax más abovedado y cóncavo que el del resto de los especímenes masculinos, qué tiene de irresistible para nosotras? ¿ Cuál es el encanto de tener unos bíceps como solomillos de ternera?. ¿Por qué vemos en unos buenos puños, en un robusto cráneo, con pómulos altos y mentón afilado el prototipo del hombre fuerte y arrojado? ¿Por qué nos excitamos cuando vemos a un hombre golpear a otro por nuestra causa? ¿Es que creemos que este hombre es más fuerte que los demás, más sólido, que servirá para defendernos si lo necesitamos, que será el mejor padre para nuestros hijos?. ¡Hasta ese punto estamos atadas a la figura del cazador paleolítico, tanto pesan nuestros instintos atávicos!.
Y sin embargo,- pensaba María-¡ yo tampoco podía dejar de mirar…!
¡ Y si el capricho de nuestros sentidos fuera todavía mas arbitrario que el de nuestra suerte!.

1 comentario:

  1. Creo que sí se trata de un atavismo. Inversamente, a los hombres, tengamos la edad que tengamos, nos gustan las mujeres jóvenes porque fisiológicamente están en la mejor edad para la reproducción. Creo que nuestras emociones funcionan de esta manera, pero ya no somos conscientes del motivo, ya que es un instinto muy profundo que sin duda viene escrito en nuestro ADN.

    No obstante, El hecho de que exista esta atracción no quiere decir que haya que dejarse llevar por ella. ¡Para eso está la cabeza!

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