Hay dos mundos: uno existe y nunca se habla de él, lo llamamos mundo real porque no necesitamos hablar de él para verlo. El otro es el mundo del arte: ¡ tenemos que hablar de éste, porque de lo contrario no existiría!. ( Oscar Wilde)
Uno de los lugares que siempre he preferido, desde el día que la visité hace unos mil años, es Venecia. Aún despues de extinguida la Serenísima República espejo de un aristocrático modo de entender el gobierno, opuesto a toda veleidad personal y claramente equitativo de puertas para dentro, sigue existiendo en la vieja ciudad de la laguna, una belleza artística y una melancolía que no he encontrado en ningún otro sitio.
Además en tiempos de Carnaval- por motivos obvios- Venecia es uno de los lugares a los que suelo acudir. Bajo una auténtica máscara de polichinela, cubierto de pies a cabeza con un capote y un sombrero de tres picos, son disfraces con los que puedo pasar completamente desapercibido.Y asi recobrar así por unos días, la posibilidad de tratar personalmente con mis amigos que tan limitadamente se me ha concedido.
Recuerdo una preciosa tarde de primavera y un café abierto al público en la Plaza de San Marcos. Allí me llevó hace unos años, mi viejo amigo el musicólogo veneciano Alvise Contarini . Asistíamos a la grabación de un disco a cargo del compositor Uri Caine, una atrevida versión de los preludios y oberturas de Wagner tocada con seis instrumentos- incluido el acordeón, como si de una orquestina callejera se tratara.
Los dos violines, el chelo, el contrabajo, el piano y el acordeón comenzaron sonar y extrajeron con asombrosa capacidad de síntesis, lo mejor de la música de Wagner, es decir sus magnéticas y espléndidas melodías. La exuberancia orquestal, la incontinencia y la sed de absoluto de la música de Wagner, aparecían contenidas, suavizadas y transformadas para dar lugar a las sensaciones de una belleza más serena y civilizada. Hasta en “La Cabalgata”, las Valquirias abandonaban sus aires guerreros y con humor adoptaban aires casi de clasicismo, como si hubieran sido compuestas para los elegantes salones del siglo XVIII y su habitat ya no fueran los tenebrosos lagos rodeados de bosques y todo ese brumoso espejismo en el que se abismó el nacionalismo alemán.
- Una vez más acato con admiración tu sabio parecer, amigo Alvise: “la belleza suele habitar antes en lo simple que en lo rebuscado”.
Alvise en su crónica periodística del día siguiente, decia lo siguiente:" En un local del siglo XVIII, donde siempre se ha interpretado música, donde el propio Wagner podría haberse preguntado si llegaría un tiempo en que allí se interpretara su música; se nos presenta un Wagner enemigo de cualquier retórica, refinado y deliciosamente popular al mismo tiempo. Un Wagner lleno de lirismo, incluso melancólico, que resulta mucho más atractivo para nuestro tiempo".
Querida María como no puedo visitarte por el momento, he dejado el CD en tu buzón. Como verás la grabación se abre con las voces de la gente, con sus pisadas sobre la plaza, mientras el acordeón y el violín nos revelan los primeros compases de La Muerte de amor del final de Tristan e Isolda. Una orquestina callejera a la que el piano de Uri Caine se limita a servir de modesto acompañante. A medida que vamos escuchando, comprendemos que queda lejos el clima del Tristan, los arrebatos románticos, las penalidades de la tragedia, aquí todo es gozo, hasta la música más solemne adquiere un aire festivo. Tanto es así que cuando al final de “Los Maestros Cantores” se retoma en su máximo apogeo el tema principal, comienzan a sonar las campanas de alguna iglesia -pensamos que las mismísimas de San marcos- y acaban siendo ellas la verdadera conclusión, más allá de los aplausos. ¡Los sonidos de la ciudad permanecen en la grabación por encima de la propia música!.
Te quiere, Agilulfo.
Me gusta mucho la cita sobre la belleza.
ResponderEliminar