lunes, 5 de enero de 2009

Un cuento titulado: Agilulfo



Ramón rompiendo la promesa que me había hecho, contó en casa Jorge, todo lo que sabía del caballero de la armadura y expresó su perplejidad, y su temor sobre la naturaleza del invisible del caballero. Según él podría tratarse de un íncubo capaz de ocasionarnos mucho mal.
Yo me apresuré a desmentirlo, pues para mi seguía siendo un pobre orate, de carácter amable y enamoradizo y no había perdido la esperanza de volverlo a encontrar.

Jorge, empedernido bibliófilo y solterón al fin y al cabo, prefirió orientar la conversación por el aspecto metafísico. Era un gran aficionado a la filosofía y el problema del mal era uno de sus temas preferidos. Tomó de uno de los libros gemelos de un estante de su biblioteca y leyó el siguiente cuento titulado :




AGILULFO.

- ¿ Dónde se ocultará un grano de arena?.
- En las dunas del desierto.
- ¿ Dónde se ocultará un clavo?
- En la caja de los clavos.
- Y un alma. ¿Dónde se ocultará un alma?.
- ¡ (...) !.

Hay objetos que como la luna ejercen una rara influencia sobre nosotros, tienen el poder de fascinar nuestra imaginación y a veces lo ejercen de manera turbadora sobre nuestro ánimo. Esta fue la sensación que tuve, cuando a los diez años, contemplé por primera y única vez cierta armadura.
Fue con ocasión de una visita escolar al Alcázar de Segovia; me quedé tan impresionado ante las imponentes armaduras medievales que allí se exhiben, que perdí la noción del tiempo. Me detenía ante cada uno de aquellos guerreros acorazados, tratando de espiar por las aberturas del yelmo cualquier indicio de la presencia de alguien en el interior. No concebía que aquellas figuras alzadas sobre sus pedestales, que un momento antes parecían vigilarme desde el otro extremo del pasillo, estuvieran ahora completamente vacías. Al llegar a la última armadura, junto a la puerta, caí en la cuenta de que estaba solo. Me había quedado rezagado y en el largo corredor en penumbra hacía un rato que no se oían las voces de mis compañeros.
Frente a mi había una armadura de acero tan bruñido e impoluto que parecía blanca, solo una delgada lista negra la recorría por los bordes. No tenía ni una sola abolladura y parecía relucir con luz propia. El yelmo lo coronaba un penacho de plumas rojas iridescentes. Sentí algo extraño ante aquella armadura; ¿cómo era posible que aquella antigua coraza permaneciese a lo largo de los siglos sin un solo rasguño?. ¿En cuantos encuentros violentos habría intervenido?.
Acaso bastaba enfundarse en ella para poder actuar a capricho, sin temor a ser reconocido y mucho menos inquietado. Había algo maligno en aquella reluciente armadura, en algún lado había leído que la invisibilidad y la impunidad son dos de las sensaciones que inclinan al alma humana hacia el mal.
Como si hubiera adivinado mis pensamientos, de repente el penacho de plumas rojas se puso a cimbrear levemente de uno a otro lado. Me recorrió un escalofrío, en la habitación no había corrientes de aire, ninguno de los penachos de las otras armaduras se movía. ¡No era posible!; tratando de desengañarme me acerqué a la puerta, con la esperanza de notar algún soplo de aire que entrara por las rendijas y justo en ese momento la puerta se abrió.
Por encima de mi cabeza asomó un hombre de unos cincuenta años, el pelo cano y la nariz aguileña. Su mirada inquisitiva no era la de un conserje, sin embargo llevaba un manojo de llaves en la mano y dijo con acento italiano: “Vamos muchacho. Hace rato que tus compañeros están en el autobús. Es hora de cerrar”.
Ya salíamos, cuando le sorprendí una mirada furtiva a la armadura; se me ocurrió mirarla: ¡Puedo jurar por lo más sagrado, que vi como aquella armadura volvía su yelmo hacia nosotros!. Eché a correr escaleras a bajo y no paré hasta llegar al autobús.

Esa noche tuve un sueño que luego se repetiría muchas veces. La armadura blanca cobraba vida y despertaba a otras. Bajaban de sus pedestales y ejecutaban un ritual; una especie de parada militar semejante a una danza. Luego la armadura reluciente salía de la oscuridad, venía hacia mí y trataba de hablarme. Ese era el momento en que despertaba lleno de angustia.


Durante las vacaciones de verano volví a visitar el Alcázar; la armadura ya no estaba allí, el guía aseguraba que nunca se había expuesto en el museo una coraza como la que yo le describía. Ninguno de los conserjes conocía a un compañero de buena presencia, unos cincuenta años, el pelo cano y con acento italiano. Me alegré de no haber contado a nadie lo que había presenciado.

Pasaron varios años y la armadura ya solo aparecía de forma ocasional en mis sueños. El cine y las novelas ofrecían una imagen idealizada de los altruistas caballeros medievales que portaban armaduras. Nada había de malo en las famosas hazañas de los paladines de Camelot, en los torneos del amor cortés, o en el sacrificio de los cruzados. En clase de historia, sin embargo, teníamos un profesor de aquellos que por entonces llevaban barba y el jersey sin camisa, que nos daba una versión menos hermosa. Nos decía que la Edad Media había sido un tiempo difícil de inseguridad y de miedo para la mayoría. Y la caballería la institución militar que más contribuyó al imperio de la nobleza por medio de la violencia.

Quizá porque esta visión coincidía más con lo que sentí al contemplar la armadura, quizá por poder desembarazarme algo del asunto, me decidí a revelar mi secreto al profesor. Tuve no obstante, la precaución de no separar claramente lo que correspondía al sueño de lo que correspondía a la realidad. El hombre me escuchó con paciencia y hasta con atención; por eso me extrañó que al terminar se limitara a preguntarme si había leído a un célebre escritor italiano llamado Italo Calvino. “Dicho relato lo protagoniza una armadura igual que la que me has descrito” Dijo.
Pareció algo sorprendido cuando le dije que no lo había leído. Sin embargo, bastó que le pidiera el libro prestado, para dejarlo completamente tranquilo al respecto. “Era mayor y tendía a alejar de su mente las cuestiones complicadas”.

Un primer vistazo al libro confirmó mi sospecha, la fotografía del autor en la solapa, se correspondía con la del señor que me encontré en el Alcázar. Era un relato fantástico titulado “El caballero inexistente”. El protagonista, un caballero llamado Agilulfo, carece de cuerpo; y pese a su inconsistencia material, por la sola fuerza de su fe y de su voluntad, puede, no sólo hablar, sino ejecutar con pulcra exactitud todas las difíciles tareas que conlleva el ejercicio de la caballería medieval. Para ello, se sirve de una armadura idéntica a la que me encontré en el Alcázar.
El autor inventa un contexto histórico apócrifo, hace comparecer a los sarracenos, ante los muros de París, bautiza a los paladines que intervienen en la parada militar ante Carlomagno, con apelativos humorísticos sacados de las novelas de caballerías, tratando de dotar al relato del aire irreal de una parodia. Ya en el prólogo eleva al protagonista inexistente a la categoría de un símbolo: el de la búsqueda del propio ser en una sociedad deshumanizada como la contemporánea. En fin, pese a que no hace falta mucho esfuerzo para evidenciar algo tan obvio como el carácter irreal de la armadura, el autor no pierde oportunidad para resaltar su carácter ficticio. Por fin, tras una serie de vicisitudes, termina el cuento con la desaparición de Agilulfo que lega la armadura a un compañero de carne y hueso.


Terminé de leer el libro y me pareció comprensible esta actitud. ¿Cómo convencer a nadie de la existencia de una armadura encantada; cómo proclamar la realidad de un hecho tan absurdo, de un hecho que debiera ser imposible y no lo es?. ¿A caso, yo mismo, podía ir contando por ahí lo que presencié con mis propios ojos cuando tenía diez años, sin que me interlocutor me tuviera por un loco rematado?.
Precisamente esta era la insalvable muralla que me había condenado al silencio durante todos estos años. ¿ Qué hacia el escritor aquella tarde en el Alcázar? ¿ Qué tipo de relación se había visto obligado a llevar con la armadura?. ¿Por qué trataba de ocultarla a los demás?. ¿ A caso no se contentó con matar “literariamente” al caballero inexistente?. Todas estas inquietantes preguntas acuciaron mis días y mis noches en la más absoluta soledad.
Apenas hace unos años que murió el ilustre escritor italiano y desde entonces hasta hoy mismo, yo había dado por supuesto que nunca se conocerían estas respuestas. Sin embargo, esta misma mañana, en medio de la sequía de noticias del mes de agosto, acabo de leer la siguiente información en un diario:
“El profesor Arthur Longman de la Universidad de Lovaina, que lleva años trabajando en el catálogo de las armaduras medievales, ha hecho público el hallazgo de una antigua armadura datada en los comienzos del siglo IX. El hallazgo es excepcional, pues la armadura se encuentra completa y en perfecto estado de conservación, lo que resulta un hecho muy inusual. La armadura ha sido hallada en la ciudad de Gante en el castillo de los Condes de Alsacia, ha aparecido dentro de un sarcófago de época muy posterior, bajo una pesada losa sepulcral sin inscripciones. El Sr. Longman cree que puede tratarse de parte del bagaje que en 1188 trajo el Conde Felipe de Alsacia al regreso de la Cruzada. Se trata de un armadura de un acero tan bruñido que parece blanca, con una delgada lista negra que la recorre por los bordes y un yelmo con penacho que aún conserva las plumas. Sin embargo, lo verdaderamente sorprendente de esta armadura, no es sólo que haya permanecido impoluta a lo largo de los siglos, sino la extraña técnica seguida para su fabricación. Una técnica aún desconocida para nosotros, pues la armadura es de una sola pieza, es decir, no puede abrirse. El ilustre medievalista, se niega a admitir por absurda la conclusión de que ningún cuerpo humano haya entrado en ella jamás y prefiere pensar, que aún no se ha encontrado el modo de abrirla”.


At the end of the evening. Nighnoise.

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