El músico dejó el hermoso violín rojo que portaba sobre el mármol de la mesa, y dio un último sorbo a su café, dispuesto a comenzar su relato:
- Hace ya bastantes años, con motivo de la llegada al poder del entonces joven Sultán Otomano el Consejo de la Serenísima decidió enviar a Estambul una galera, “La Santa Croce”. Iba repleta de regalos, con el manifiesto propósito de lograr la paz entre ambas naciones; Sin embargo, “La Santa Croce” nunca llegó a Estambul. Quizá recordareis que un pirata renegado llamado Said “el tiñoso”- al que el mismo sultán había puesto precio a su cabeza- la capturó en alta mar, se apoderó del cargamento y vendió a la tripulación y al pasaje como esclavos por los más remotos lugares del norte de África.
- Recuerdo haber oído comentar a mi padre, dijo el comerciante, que la hermandad organizó una colecta para socorrer a algunos de estos desdichados que llegaron a Venecia muchos años después, en un estado físico deplorable.
- Pues bien, aunque nunca os lo he contado, yo era uno de los pasajeros de la galera. Como sabéis en el año 1708 quedé huérfano a causa de la gran epidemia de peste. Fui recogido por las monjas del Hospital de la Piedad, que en aquellos días de tanto sufrimiento, multiplicaron su caridad atendiendo a los enfermos y los huérfanos menesterosos. Yo tenía ocho años, era un niño delgado de aspecto enfermizo, con la piel muy blanca llena de pecas y el pelo de un rojo muy brillante. Como mi constitución física no me permitía hacer trabajos de fuerza, las monjas me encargaron que colaborara con el capellán, un cura menudito y de pelo completamente rojo como el mío, a quien cariñosamente llamaban “Il Prete Rosso”. El padre Antonio era el alma de la pequeña orquesta de cuerdas del hospital, integrada en su mayor parte por las propias monjas, para la que componía sus obras. Una música delicada y hermosa, que ha sido reconocida por toda Europa, hasta el punto que hoy, aquellas composiciones, son reputadas obras maestras. El padre Antonio, se fijó en mí, y acabé siendo su discípulo preferido de violín. De forma que a los dieciséis años yo me había convertido en un joven virtuoso del violín, con un extraño parecido físico, con uno de los compositores venecianos más consagrados. El Consejo, adquirió este violín que contempláis, una perfecta obra de arte, que el maestro Guarnieri, como secreto homenaje a “Il Prete Rosso", pintó con un extraño barniz de color rojo; y me mandó embarcar en “la Santa Croce”, con la obligación de instruir al joven Sultán por un periodo de tiempo que no se especificó. No hace falta que me detenga a explicaros cual era mi estado de ánimo, al separarme de las monjas y el padre Antonio, que para mi habían sido como mis padres. Por entonces yo no era mas que un desvalido adolescente, de aspecto aniñado con las piernas muy flacas y las manos muy delicadas, que nunca había salido del hospital de las monjas.
Aún recuerdo la expresión de asombro del “tiñoso” ante mi aspecto, examinó el violín del que yo nunca me desprendía, con cara de no haber visto en su vida nada que se le pareciera y decidió incluirme en el lote de las mujeres y los niños. Fui vendido en Orán, y pasé a poder de Ofir, un despiadado comerciante judío, que me adquirió junto con el violín como un producto exótico. Este era el género de su comercio, es decir mercancías de poco peso y mucho valor, entre las que se incluían las armas sofisticadas, las gemas, los perfumes, los afrodisíacos, que cambiaba por oro y diamantes a los reyes y jefes de tribales del África Occidental. No descartaba sin embargo, el tráfico de esclavos, siempre que se tratara de mujeres o niños de piel blanca y cabellos rubios.
Embarcamos en un hondo bajel y costeamos durante varias semanas todo el litoral norteafricano, navegando de noche y pasando el día, anclados al abrigo de pequeñas calas, para evitar cualquier encuentro con otra nave, ya fuera turca o española. Por fin una madrugada llegamos a un inaccesible acantilado de la costa mauritana, donde con mucha dificultad y en medio de la más absoluta oscuridad, nos desembarcaron en una pequeña playa de rocas. Nos esperaba la escolta, unos veinte soldados de piel oscura y fuertemente armados. Nos pusimos en marcha al amanecer por una antigua pista caravanera que recorre aquel peligroso litoral. Una senda que cruza regiones desérticas y se empina por altas dunas y abruptos acantilados. Poco antes del mediodía llegamos a un extraño paraje donde la montaña avanza sobre el mar en forma de media luna. Allí el sendero corre sobre el abismo a lo largo de una gigantesca pared vertical. La piedra tiene el color del acero y es extremadamente resbaladiza. La anchura del sendero apenas alcanza los dos palmos, el espacio justo para asentarse el pie del hombre y el casco de un animal de carga, a condición de que su paso sea seguro y desconozcan el vértigo. La mirada no puede dirigirse hacia el abismo, donde brilla el rosario de las rompientes que ejercen una funesta atracción, ni hacia arriba, donde giran los cormoranes, sino que tiene que mantenerse fija en la roca, mientras la mano busca a tientas un apoyo.
Esta montaña inexpugnable se prolonga lejos en el interior del desierto. Son varias jornadas, por un territorio de dunas batidas por el Siroco, no hay un solo pozo de agua y extraviar el camino equivale a una muerte segura; de no ser así las caravanas darían con gusto un rodeo antes que afrontar el terrible desfiladero.
Estos acantilados perdidos en el confín del mundo están casi siempre desiertos; en definitiva separan un mar turbulento, de los desiertos sin agua. Por eso apenas cabe imaginar que haya dos grupos de gentes que se aventuren por el paso a un mismo tiempo y en direcciones contrarias. Pero el destino, cada hombre lo lleva escrito; y al mediodía de aquella jornada de junio sucedió lo improbable. Nuestra caravana estaba llegando al punto en que más tenso es el arco del desfiladero, cuando nos encontramos con otra que iba en sentido contrario. Eran bereberes en camino hacia el interior del desierto y portaban en sus bestias un cargamento de sal. Iban armados y se trataba de un grupo de hombres endurecidos por el desierto y acostumbrados a los encuentros violentos. La caravana se detuvo, yo iba en penúltimo lugar, solo podía ver por detrás de mí, a un gigantesco soldado de piel oscura, que venía cerrando la fila, era uno de los escoltas africanos de Ofir, respecto del que guardaba una fidelidad casi perruna. Sin embargo, podía escuchar las voces de los jefes que negociaban; estuvieron tratando durante horas, las amables palabras pronunciadas al mediodía, se convirtieron en amenazas a medida que avanzaba la tarde. Después de varias horas sin poder movernos en un espacio tan estrecho, las piernas se nos entumecieron y empezaron a dolernos, la inquietud de los animales era tan grande que algunos se precipitaron al vacío con su carga. Al caer la tarde, un ominoso silencio se apoderó de ambos grupos, observé que desde la cabeza de nuestra caravana, los hombres venían pasando hasta la cola un trozo de papel escrito. Estaba firmado por Ofir, y en el se podía leer: “ Este es el ultimátum que he dado a los bereberes: Debéis dejar vía libre del modo que mejor os parezca en el plazo de una hora”.
Nada más leerlo comprendí la inminencia del desastre. Pensé: los bereberes recelarán del plazo, pues son conscientes de que dentro de una hora, el sol estará hundiéndose en el mar y les dará en la frente cegándolos. Una ventaja que esta gente raramente concede al enemigo. Tuve el presentimiento de que su ataque desesperado se produciría en cuestión de minutos, tal vez de segundos y que nos conduciría a todos a la aniquilación.
Traté de colocarme en cuclillas para poder escribir, saqué mi grueso lápiz de música y con esa presteza que la mente parece adquirir en los momentos de peligro, garabatee un mensaje sobre el mismo papel. Hacia ver a Ofir la inminencia del ataque de los bereberes y sabiendo que su cargamento era mucho más valioso, le propuse que comprara a un precio generoso la sal y las bestias de los bereberes y que después de vendarles los ojos a los animales, procediera a empujarlos al vacío. De esta forma los bereberes podrían, con las precauciones debidas, girar media vuelta sobre sus talones y regresar por donde habían venido, quedando el camino libre para Ofir y para nuestra caravana. Una vez abandonada aquella senda de muerte, solo tendría que pagar el precio prometido. De esta forma, aunque hubiera que pagar un precio y sacrificar a algunos animales, todos los hombres podrían salvarse.
Doblé el papel y escribí en latín “Solo para Ofir”, y lo envié hacia delante, con muchas dudas de que Ofir, un traficante de piel humana, tuviera la generosidad necesaria para salvar aquella terrible situación. Se necesitaba un hombre de alma grande, un espíritu que se sintiera responsable absoluto de la vida de todos los hombres, incluso de la de los enemigos. El destino había situado a Ofir, como la única persona, que por su riqueza y pos su posición predominante, era dueña de un espacio interior lo suficientemente ancho, para contrarrestar la angostura exterior en la que todos nos encontrábamos. Pero algo me decía que el alma de Ofir era la de un avaro, y sería incapaz de utilizar esta superioridad táctica, que el destino había querido poner en sus manos. Intuía que con ella no haría otra cosa que colocar a sus adversarios en una situación de desesperación; una situación en la que ningún enemigo es pequeño y hasta el enemigo más débil es poderoso.
Transcurrieron unos minutos de silencio, que me parecieron eternos, solo se oía allá en el fondo del abismo el sordo zumbido de las rompientes. Ni siquiera sé, si Ofir llegó a leer el escrito; si lo tiró o lo guardó entre sus ropas, para castigar posteriormente mi atrevimiento. Permanecí en cuclillas, y agucé el oído cuanto pude, hasta que una serie de golpes y espantosos alaridos me anunciaron la embestida de la muerte. Todo transcurrió muy deprisa; recuerdo, que el gigante que cerraba la fila, me hizo un gesto para que lo siguiera; que me dio el tiempo justo de tomar el violín de la alforja del animal que me precedía, antes de que presa del pánico, se precipitara por el por acantilado y que junto al soldado africano retrocedí, lo más rápidamente que pude, sin mirar para atrás. Al cabo de una media hora, llegamos a un lugar donde la senda se ensanchaba en una cavidad. Allí aguardamos un buen rato, pues a pesar de haberse hecho el silencio, no nos atrevíamos a salir. No sabíamos qué hacer, ni donde ir. En la dirección de donde veníamos andando desde antes del amanecer, no había ningún lugar habitado, y ni tan siquiera un pozo de agua; sin embargo, continuar por el desfiladero comportaba el riesgo de encontrarnos con el enemigo. Mi compañero, que sólo hablaba su propio dialecto, debió comprender mis dudas, tomó la lanza y trazó en el suelo una especie de mapa, en el que al final del acantilado, dibujó unas cabañas. Antes de que el sol terminara por ocultarse en el mar y con el corazón encogido, salimos del abrigo; yo rogaba a Dios que nos protegiera de cualquier mal encuentro. Llegamos de nuevo al lugar más tenso del arco y lo doblamos sin encontrarnos a nadie, tuve por cierto el presentimiento de que todos habían sucumbido. En la parte final de la senda la luz empezó a decrecer, me costaba trabajo distinguir el sendero; en algunos lugares la roca se había desmoronado y había que tomar carrerilla, para dar un salto sobre el vacío.
Cuando finalizó la travesía estuvimos mucho tiempo tendidos, incapaces de mover un músculo. Parecía que la bóveda del cielo, iluminada por la última luz de la tarde, daba vueltas y que las nubes venían a nuestro encuentro. Nos había rozado el ala de la aniquilación.
El músico se quedó callado, como si se hubiera marchado de repente a aquel lugar, y estuviera reviviendo aquella experiencia de su juventud. En su fuero interno dio por terminada la historia. De nada sirvió que el comerciante le preguntara tratando de averiguar, si llegaron al pueblo junto al acantilado, qué fue del soldado de la escolta, o cómo logró salir de allí y regresar a Venecia. El músico estaba decidido a guardar para sí, todos estos datos biográficos, y como saliendo de un sueño profundo se limitó a decir:
- ... A veces es mejor confiar a la razón, la defensa de lo que queremos, en lugar de a nuestra supuesta superioridad sobre el enemigo.
Y tomando el violín rojo de la mesa comenzó a tocar una hermosa gavotta del “Prete Rosso”.
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