"Como una espada sacada de la vaina estas hordas salvajes se abalanzaron sobre nosotros y por doquier caían hombres como espigas segadas. Las ciudades quedaron despobladas, las fortalezas destruidas, las iglesias incendiadas, los monasterios arrasados. Los campos fueron asolados y las tierras lloran su soledad, pues no queda nadie que pueda cultivarlas". Gregorio Magno.
La invasión de las grandes migraciones de los pueblos germánicos a su vez presionados por los Hunos que empujaban desde los grandes páramos asiáticos. Los estragos y matanzas, la destrucción de las ciudades, sumió a la civilización en un notable retroceso técnico y cultural. A partir del siglo VII, tras la invasión musulmana el comercio cesó en el Mediterráneo, las ciudades se despoblaron y la principal unidad de existencia para las personas fue el poblado o la hacienda auto-suficiente.
Ante un panorama tan desolador, la población se agrupó en fortalezas y monasterios con recintos inaccesibles fuertemente amurallados. Fue una época turbulenta, dominada por los señores feudales de los castillos, un estado de guerra permanente, en la que la población quedó sometida a vasallaje. La expediciones de rapiña desde los castillos, los asaltos de los bandidos, las razzias de los vándalos, de los hunos, de los árabes, eran un constante peligro que se cernía sobre todos y les hacia unirse para aprestarse a la defensa del recinto amurallado de sus bienes, de su familia y de la común cultura y religión.
A este mundo corresponden los monasterios que eran entidades de economía cerrada, casi autónoma, donde sus habitantes cultivaban los alimentos, criaban animales domésticos y practicaban todos los oficios. Sus muros eran refugio de cuantos deseaban huir de aquella época de conmociones y peligros. Allí los viajeros estaban a salvo de los ladrones de caminos, los enfermos eran atendidos con caridad, pues entre los monjes se encontraban los pocos hombres con conocimientos sanitarios de la época.
En este espacio cerrado, los monjes viven, rezan, estudian y trabajan en sus cobertizos y huertos, ajenos a cualquier contacto con la vida exterior. En la biblioteca común los monjes copiaban manuscritos, gracias a su labor tenemos testimonio de aquellos tiempos, desde el Siglo V toda la vida intelectual de Occidente se refugió en la Iglesia.
En una época impregnada de un fuerte sentimiento de lo divino, la sencilla vida monacal es el paradigma del ideal teocéntrico. Bajo la sencillez de la regla monástica, la vida aparece misteriosa y esquiva, como la existencia de Dios a quien estaba consagrada.
La riqueza de la vida medieval se nos oculta tras los silenciosos muros de los monasterios, se disuelve hasta apenas sentirse en la cotidianidad laboriosa de cada día.
Ante un panorama tan desolador, la población se agrupó en fortalezas y monasterios con recintos inaccesibles fuertemente amurallados. Fue una época turbulenta, dominada por los señores feudales de los castillos, un estado de guerra permanente, en la que la población quedó sometida a vasallaje. La expediciones de rapiña desde los castillos, los asaltos de los bandidos, las razzias de los vándalos, de los hunos, de los árabes, eran un constante peligro que se cernía sobre todos y les hacia unirse para aprestarse a la defensa del recinto amurallado de sus bienes, de su familia y de la común cultura y religión.
A este mundo corresponden los monasterios que eran entidades de economía cerrada, casi autónoma, donde sus habitantes cultivaban los alimentos, criaban animales domésticos y practicaban todos los oficios. Sus muros eran refugio de cuantos deseaban huir de aquella época de conmociones y peligros. Allí los viajeros estaban a salvo de los ladrones de caminos, los enfermos eran atendidos con caridad, pues entre los monjes se encontraban los pocos hombres con conocimientos sanitarios de la época.
En este espacio cerrado, los monjes viven, rezan, estudian y trabajan en sus cobertizos y huertos, ajenos a cualquier contacto con la vida exterior. En la biblioteca común los monjes copiaban manuscritos, gracias a su labor tenemos testimonio de aquellos tiempos, desde el Siglo V toda la vida intelectual de Occidente se refugió en la Iglesia.
En una época impregnada de un fuerte sentimiento de lo divino, la sencilla vida monacal es el paradigma del ideal teocéntrico. Bajo la sencillez de la regla monástica, la vida aparece misteriosa y esquiva, como la existencia de Dios a quien estaba consagrada.
La riqueza de la vida medieval se nos oculta tras los silenciosos muros de los monasterios, se disuelve hasta apenas sentirse en la cotidianidad laboriosa de cada día.
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