¡ Dichoso quien habita el mundo desde dentro hacia fuera y sólo en contadas ocasiones rompe el cofre del silencio para dispensar las palabras, cual monedas de plata, porque hallará la paz !.
Las palabras desenvuelven el mundo, lo constituyen y lo complican. Nos muestran una realidad superlativa desmesurada y patética.
Me pregunto si la parquedad en el hablar, por el contrario, derivaría en un mundo somero, mucho más sobrio y fácil de asimilar.
Resulta muy atractiva esa realidad plegada y enigmática que nos ofrece la mente cuando acabamos de despertar. Entonces parece, que nuestro deambular por la vida, lo es entre un pequeño grupo de personas, de cosas, a los que nos une una indefinida afinidad. Actuar resulta más fácil, no se precisan costosas explicaciones y la benevolencia de nuestros actos parece aflorar todo el tiempo por la mansa superficie de la realidad.
Todo resulta explícito en este “pequeño mundo”, porque está hecho de afecto, no de palabras. La palabra es el exceso, el pecado de soberbia que lo despliega fatalmente hasta el infinito. (El infinito por definición, es un laberinto).
Pero “este mundo” es muy frágil, esta hecho en parte de pequeñas renuncias y en parte de la materia del último sueño. Se rompe en un instante, como una pompa de jabón al roce del primer sonido articulado y al avanzar el día, apenas queda un vago recuerdo.
Sin embargo, algunas noches, este recuerdo, se convierte en un anhelo: ¡Si el mundo fuera más sobrio, más ingenuo, sería más fácil obrar bien!.
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