El Nautilus se situó sobre la órbita terrestre y buscó la posición exacta del lanzamiento. Atendiendo a las condiciones climáticas y meteorológicas se eligió para el amerizaje un punto del Océano Pacífico en el hemisferio Norte, próximo a las costas del Japón. A las 22h, hora de a bordo, sin anuncios, ni despedidas, -la misión era secreta- Sofía y yo, provistos de escafandra y trajes neumáticos de astronautas, descendimos al foso de lanzamiento y ocupamos nuestros asientos en la ajustada cápsula de la sonda. Inflamos nuestras escafandras; por los auriculares, la voz de Sandra Pitterman, nos preguntó si estábamos listos. Respondimos afirmativamente. El dispositivo cerró herméticamente la sonda. Se oyó un chirrido y la cápsula osciló, casi involuntariamente apreté los músculos, miré a Sofía, tenía los ojos cerrados.
-¿Para cuando la salida?; pregunté.
-Estáis en ruta, -dijo Sandra Pitterman por los auriculares- No os preocupéis por nada, el Nautilus controla el vuelo y el amerizaje. Sincronicemos los relojes, el regreso para el jueves a las 22h. Hasta pronto. ¡Buena suerte¡.
Se abrió una ancha mirilla redonda como un ojo de buey, la sonda giraba lentamente para situarse detrás del Nautilus. Vi muchas estrellas, pero traté en vano de orientarme, no pude identificar una sola constelación. El Nautilus se alejaba siguiendo la orbita circular del planeta.
De repente se oyó un crujido, un ruido áspero, como el chirrido de una lamina de acero sobre el vidrio pulido. Y comenzó la caída; la cápsula hendía el espacio a una velocidad vertiginosa. Con el cuerpo rígido, oprimido en mi funda neumática, tenía la impresión de hallarme suspendido en el vacío. Desaparecieron todas las estrellas y por el ojo de buey solo se veía una claridad rojiza, la que producía el calor al contacto de la sonda con la atmósfera. Las cifras saltaban a gran velocidad en el cuadrante luminoso, una violenta sacudida estremeció al vehículo y enseguida otra, la cápsula se puso a vibrar, la vibración atravesó mi envoltura neumática y recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Ahora la fosforescencia invadía por completo la mirilla circular; habíamos alcanzado el umbral máximo de fricción con la atmósfera. Durante cinco largos minutos la comunicación con el Nautilus era imposible; a través de la radio solo se oía un rumor ronco y profundo. ¿ Sería la voz del planeta, el ruido de ese océano salado, inmenso y desconocido, en el que íbamos a posarnos y en el que hace millones de años surgió la vida?.
Ignoré el miedo. Mire a Sofía, seguía con los ojos cerrados, no movía un músculo de su cuerpo. ¿Habría utilizado su célebre técnica de relajación personal?. Sofía era famosa por su capacidad de autodominio. No me atreví preguntárselo. No quería interrumpirla, era tan hermosa.
A través de la mirilla, la luminiscencia se fue haciendo mucho menor, debíamos haber perdido velocidad. Por fin apareció el planeta; “La Tierra” se extendía ante mis ojos, una superficie inmensa completamente cubierta de agua de la que emergían los continentes. ¡Me sentía caer!. Ahora que la velocidad era mucho menor, sentía la caída hasta con los ojos cerrados. La esfera solar se mostró un momento a través del vidrio del ojo de buey y desapareció enseguida. Un velo blanquecino cubrió el cielo azulado y la ventana se oscureció, me acurruqué en la funda neumática; casi enseguida comprendí que atravesábamos las primeras capas de nubes. Descendimos durante algunos minutos, hasta que el océano se convirtió en un plano que como una inmensa pared se alzaba delante de nosotros y ocupaba toda la mirilla circular. Con un chasquido, el largo collar del paracaídas se desprendió del cono de la cápsula; desplegó con furor sus anillos, y el ruido que llegó hasta mí, me evocó irresistiblemente algo que había leído sobre la tierra y me resultaba fascinante, el rugido del viento.
Desde el Nautilus, Sandra Pitterman se puso en contacto con nosotros.
Dijo: - doscientos segundos para cero. E inició la cuenta atrás, su voz en los auriculares, se oía como un sonido de fondo, a través del viento
Sofía abrió los ojos y me cogió la mano, su expresión, era tranquila.
Hasta ese momento yo notaba que estaba cayendo ahora lo veía. Sobre la superficie del océano comenzaron a distinguirse las olas, con sus centelleantes crestas de espuma, que se estrellaban contra los acantilados de la costa.
Un golpe seco estabilizó la cápsula, los cabos de los paracaídas se soltaron de pronto y volaron llevados por el viento, más allá de las olas. Un amplio flotador se extendió bajo la sonda que amerizó suavemente. La cuenta desde el Nautilus había llegado a cero. En tres días no volveríamos a tener otro contacto con la nave.
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