Cargamos con el agua, la comida en tabletas y el fonador portátil y nos adentramos en él. Al entrar en el bosque note una rara sensación, como si alguien nos observara con atención; Sofía también notó una presencia extraña. Pasamos un buen rato agazapados, tratando de detectarla, sin conseguirlo. El bosque parecía desierto, y reinaba un silencio absoluto.
El paraje era fresco con árboles de diferentes especies. El follaje sombrío de los cedros hacía perdurar el invierno, en pleno estío y los grupos de castaños, robles y encinas, que se hallaban entre los pinos, armonizaban entre sí por medio de bellas formas y colores. Todos los árboles eran ejemplares adultos y estaban dispuestos en avenidas de troncos apretados y rectos, con la copa a la misma altura, como si en lugar de encontrarnos en un bosque, estuviéramos en un jardín botánico.
Avanzamos un buen rato por la ancha senda de una de las avenidas, sin escuchar un solo sonido, como no fuera el del viento en las ramas o el sonido de nuestras pisadas en la hojarasca. Llegamos a lo que parecía un santuario, el templo se confundía con la selva, la cual penetraba en el templo. Estábamos en las gradas de un enorme pórtico, cuando oímos por primera vez un sonido, se trataba del canto de un pájaro. Al poco, otro le dio la réplica y vimos volar a los dos, desde las ramas horizontales, hasta los tejados de bronce verde del templo, las aves tenían un plumaje brillante de idéntico colorido.
Las murallas de laca encarnada y las cornisas doradas, en forma de serpiente, armonizaban con una especie de pequeños dragones que pasaban arrastrándose sigilosamente por los jardines. Apareció un gamo, venteó a la derecha y a la izquierda e inició una veloz huida, que quedó frustrada por un certero flechazo que le atravesó el corazón. Nos ocultamos, esperando ver llegar al cazador. Se trataba de una ágil amazona de cabellos largos y rasgos duros y orientales, que montaba una preciosa yegua blanca. Se cercioró de la muerte de su presa y espoleó su montura. La seguimos hasta una cascada; agazapados tras un muro de bambú, observamos seis muchachas idénticas tomando el baño. El rumor de la cascada se confundía con el de lejanas campanas y los troncos desnudos del bosque se confundían con el bambú de los muros del templo. Sonó un gong y justo detrás de nosotros, se abrió una puerta en el muro de bambú. Nos rodearon más amazonas idénticas, llevaban arcos y flechas y sus pies descalzos, no hacían ruido al andar. Fuimos conducidos al interior del santuario. Todo parecía dispuesto como en un cuadro. Aparecían a menudo dioses y diosas, sonrientes y adornados con flores; su situación de perfecta quietud, nos aturdía, era imposible distinguir si se trataba de personas o de estatuas. Por fin llegamos a una gran sala, que culminaba al pie de unas gradas de mármol rosa, sobre ellas había dos personas idénticas a nosotros.
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