La literatura no es cultura sino algo mucho más simple y elemental: es una mera consecuencia del instinto de la imaginación. Un instinto que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco se nos suele ir atrofiando, como todo órgano que se deja de usar.
De mayores ya no sabemos recordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula no eran una manera de huir de la realidad sino la forma principal de conocimiento: Mediante el juego aprendíamos las leyes y las normas del mundo. En esa edad de oro, nuestra primera infancia, de la que todos somos supervivientes mediocres, placer y aprendizaje, juego y verdad, imaginación y descubrimiento, eran términos sinónimos.
A medida que crecemos, el hábito de la imaginación se vuelve peligroso o inútil, y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo. No porque sea un proceso natural como el cambio de voz, sino porque hay una determinada y eficacísima presión social para que, al margen de nuestros gustos individuales, nos convirtamos en súbditos dóciles, empleados productivos, en lo que antes se decía hombres de provecho.
La literatura, pues, no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que se nos castigaba en el instituto, sino un tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y vidas que están a nuestra disposición. Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir al mismo tiempo en nuestra habitación y en Nueva York o en las llanuras heladas del Polo Norte y podemos conocer a amigos que vivieron hace veinticinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros. Es una ventana y también un espejo.
Que la literatura como hija de nuestra imaginación se parezca al juego y al sueño, no quiere decir que este al alcance de la mano; que cualquiera pueda sin esfuerzo escribirla y leerla. Nada más lejos de la realidad que la creencia irresponsable de que cualquiera, puede hacer cualquier cosa sin esfuerzo, de que el empeño y la tenacidad no sirven para nada. La educación debería servir para disciplinarnos no solo en nuestros deberes, sino también en nuestros placeres, quizá así nos costaría menos trabajo ser felices.
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