El portero me preguntó el nombre y me acompañó a llevar las mulas a la cuadra. Dejé mis cosas en la celda que se me asignó, y después de descansar un rato, pasé por la cocina, con la intención de tomar algo caliente. No encontré a nadie, la cocina estaba vacía, el servicio recogido y los monjes se habían retirado. De una habitación interior, un cocinero barbudo y orondo, su barriga prominente resaltaba bajo el hábito, con abultada voz de bajo me preguntó qué quería. Se lo dije. Parecía muy interesado en mí, me preguntó mi nombre y el motivo de mi visita y finalmente me ofreció un cuenco con leche fermentada. Pude al fin probar, lo que para fray Alberto de Isembrant, era la fuente de la longevidad y la verdad es que estaba bastante bueno. Volví a mi celda y esperé. A la hora nona, llegó un monje con el aviso de que el abad me aguardaba en su aposento. Detrás de la mesa, sentado sobre la austera silla monacal, me recibió un hombre alto, delgado, de aspecto rubicundo. No era un viejo, aunque unas profundas ojeras moradas lo hacían parecer mucho mayor. Me presenté como el asistente de fray Agustín y le conté la historia convenida. Se mostró muy preocupado cuando se enteró de la muerte de fray Agustín. Me preguntó si conocía el motivo del viaje, y le dije que no. No sé si creyó lo que le dije. Por último quiso saber cuanto tiempo pensaba quedarme. Le contesté que una semana era suficiente para reponerme, siempre que el tiempo me permitiera cruzar el puerto hacia Italia, partiría en ese plazo.
En ese momento llamaron a la puerta, entraron dos monjes uno alto y enjuto de rostro seco y expresión soberbia, y el otro de mediana estatura, muy fornido, llevaba barba, y cojeaba de la pierna derecha. De inmediato el abad me dio licencia para retirarme.
Me dirigí a mi celda y luego con todos los monjes al refectorio, para tomar la última colación del día antes de que se pusiera el sol. Ocupé un puesto en la mesa preferente, pues como bienvenida, era costumbre hacer sitio a los recién llegados en la mesa del abad. Aguardamos cinco minutos de pie y en absoluto silencio, hasta que entró el Abad. Le acompañaban esos dos monjes y fray Alberto. Todos se sentaron a la mesa y el abad nos presentó. El hombre más alto de aspecto seco era el legado del Papa, él más bajo, fue presentado como el ayudante del bibliotecario, fray Alberto como el enviado del emperador y yo como el asistente del difunto fray Agustín maestro herbolario de la abadía de Orvieto. La comida, como prescribe la regla, fue frugal y en silencio. A las 4.30 h de la tarde estábamos rezando las vísperas. Al salir de la oración ya había oscurecido, fray Alberto y yo, a pesar del frío, estuvimos paseando por el claustro, a la vista de todos, hasta la hora de completas. Le conté que el cocinero me había ofrecido un cuenco de leche fermentada. Después de completas (a las seis y media de la tarde), según la regla, todos los monjes, deben retirarse a dormir.
Serian las doce de la noche cuando me despertó el sonido de unos pasos que se acercaban a mi celda; temí algún mal. Sin embargo era la inconfundible voz de fray Alberto la que me llamaba.
- Levanta Fabián. Vístete y sígueme, no enciendas ninguna luz, el reflejo de la luna sobre la nieve es suficiente para orientarnos y sobre todo, no hables. Vamos a amagar una estocada al corazón de nuestros enemigos, eso nos situará en un plano de igualdad. Pero se trata solo de una finta, si quisiéramos herir, difícilmente saldríamos vivos de la biblioteca. Si oyes algún ruido no te inmutes; estoy completamente seguro de que en este momento nos vigilan. Nos dirigimos a la biblioteca, fray Alberto abrió la puerta con una ganzúa, y se puso a registrar los estantes más altos rebuscando con auténtica pasión en una zona de enormes tratados de botánica y anatomía. Me dijo al oído, que mirará a la altura de mi rodilla, en el estante que quedaba tapado al abrir la puerta, por si veía algún libro de cocina. Le indiqué que no, con un gesto y entonces redobló su furibunda labor de búsqueda desesperada, hasta que encontró un tomo, lo guardó y se lo llevó a su celda.
En menos de media hora había terminado nuestra expedición de saqueo. Nuestros enemigos creen que tenemos “el libro secreto”. Fray Alberto, pasó las pocas horas que quedaban hasta maitines en mi celda. Al levantarnos para rezar me dijo:
- La cosa va bien, el libro que nosotros buscamos no está en la biblioteca, pero tampoco lo tienen los enviados del Papa. Temo que lo tiene un tercero, en cuanto comprenda su verdadero valor, empezará a sufrir su maléfica influencia y tratará de mostrar su fuerza.
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