En la capilla a pesar del madrugón y del frío, el ambiente era tenso, había cuchicheos y algunos los monjes nos miraban con recelo, el oficio quedó completamente deslucido. Registraron nuestras celdas mientras rezábamos. Sospecho que fray Alberto lo esperaba, pues me tomó de la mano y salimos tan deprisa del oficio que no tuvieron tiempo de organizar lo que habían revuelto. Acudimos a quejarnos al abad, la puerta de su aposento estaba entre abierta y las luminarias encendidas, tenía las ojeras mucho más marcadas que el día anterior como si no hubiera dormido esa noche, parecía abatido. Nos escuchó con cara de preocupación. Cuando terminamos, después de un largo silencio, cerró la puerta, y finalmente se resolvió a hablar, y dijo:
-Hermanos, temo que no estoy en condiciones de tutelaros, ni de brindaros la protección que solicitáis. No quiero ocultaros, que en el monasterio corréis peligro y que mejor sería que os marcharais, ahora que todavía estáis a tiempo.
- ¿ Y cuál es, si puede saberse, preguntó el padre Alberto, el peligro que nos amenaza?.
El abad pareció titubear. Y añadió:
- Nada puedo deciros en concreto, pero desde hace meses el mal se ha apoderado de este convento.
- ¿ A qué os referís?, insistió fray Alberto.
- Al mal en su forma más extrema, la que indica la presencia del demonio.
Nos miraba y debió observar la expresión incrédula en nuestros rostros. Continuó.
- Se han producido asesinatos y desapariciones inexplicables.
- Que sean inexplicables hasta ahora, incluso que sean asesinatos, no os autoriza a hablar de la presencia del diablo, dijo fray Alberto. El asesinato es una acción, por desgracia, demasiado humana.
- ¿Conocéis las circunstancias del asesinato del Prior de este monasterio fray Guillermo de Guggisberg?
- Tengo entendido que se produjo en esta misma habitación y que fuisteis vos quien encontró el cadáver.
Una oscura sombra de terror se pintó en la cara del abad.
- Me dirigí al despacho a primera hora, como todas las mañanas, fray Guillermo estaba sentado, muy tieso, sobre esta misma silla, miraba hacia la puerta con los ojos muy abiertos y fijos. Tenía un profundo agujero que le atravesaba la espalda. No se encontró el arma, nadie había entrado en el despacho, el centinela de guardia continuaba en la puerta, no había oído ningún ruido.
- Bien entonces no hay duda de que la muerte le llegó por la ventana, dijo fray Alberto.
- Es cierto que la ventana estaba abierta, pese a que la mañana era helada, recuerdo que había nevado mucho durante esa semana. La habitación olía a podrido y azufre. ¡El olor del demonio!.
- No, el olor que obligó al padre Guillermo a abrir la ventana. No cabe duda de que sentado en este escritorio donde os encontráis ofrecía un buen blanco para un arquero situado en una de las ventanas de enfrente. A esta misma hora, todas aquellas celdas de enfrente y las contiguas que dan al desfiladero están vacías.
- Pero el agujero en el cuerpo del Prior era mayor que el de una flecha, no tenía orificio de salida y la saeta no apareció por ninguna parte.
- El orificio de salida puede ser el mismo que el de entrada, dijo fray Alberto. Supongamos que en aquella ventana se encuentra un excelente arquero, con uno de esos arcos de siete pies, que han hecho famosos a los soldados suizos. Ha tenido tiempo de calcular la distancia exacta desde la ventana a la silla donde os encontráis y se le ha ocurrido partir el astil de una flecha y aguzar su punta con un cuchillo; marca la hendidura trasera donde irá la cuerda, luego hace un orificio a cada parte de la varilla y enlaza los dos extremos con un fuerte hilo de los que usan los suizos para pescar en sus montañas. Dispara y observa como la cabeza de fray Guillermo cae contra la mesa. Para extraer la mitad del astil, sólo tiene que abrir la puerta de la celda donde se encuentra, y la puerta y la ventana de la celda contigua que da al precipicio; dispara entonces la otra mitad, y ambos proyectiles unidos por el hilo atraviesan de vuelta, la ventana, el pasillo, y por la ventana de la otra celda, van a parar a lo más profundo del abismo. Ya sólo queda arrojar el formidable arco hacia el fondo del desfiladero.
Se produjo un silencio casi absoluto, era como si las palabras de fray Alberto, hubieran devuelto la cordura al Abad, y su cara recobrara un color más humano. Fray Alberto miraba al abad y éste, por vez primera levantó el rostro hacia él. Fray Alberto tomó la palabra:Contad sin miedo, hermano. ¡Presiento que todo está a punto de acabar, os lo aseguro!.
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