Los legados disputaban continuamente por la preeminencia en la oración y en la mesa, y los soldados se enzarzaban por cualquier pretexto. Los galenos pretendían disponer del herbolario y expoliar a su antojo la valiosa biblioteca. Durante tres semanas, el monasterio, un lugar consagrado al trabajo y al estudio, se convirtió en un corral. Por las noches se producían altercados entre uno y otro bando, hubo asesinatos, hasta el punto que nadie se atrevía a salir de su celda.
Por fin el abad tomó una difícil decisión. Convocó en la biblioteca a ambos legados y a los galenos y alquimistas de cada bando. A la reunión asistieron el hermano bibliotecario, el herbolario y el médico, tres de los monjes más sabios de la abadía. El herbolario, tomó la palabra y les hizo saber que en la abadía nunca se había hallado ningún remedio contra la peste. Y que las curaciones, no eran tales, pues quienes sanaron padecían otro tipo de infecciones que respondieron a los antisépticos comunes. El bibliotecario mostró algunos de los libros de la biblioteca conventual y explicó que la mayoría de los volúmenes versaban sobre plantas y sus efectos curativos. El médico negó que se realizaran disecciones anatómicas que era una práctica prohibida por la Iglesia. Finalmente tomó la palabra el abad, quien recordó los desagradables incidentes protagonizados, reprobó el comportamiento de la soldadesca, y vedó el uso de la biblioteca. Conminando a ambas legaciones a que abandonaran el monasterio en el plazo de una semana.
Los legados callaron y decidieron ganar por la mano la ocasión, pues continuaban convencidos de que en la biblioteca se hallaba el remedio contra la peste.
-¿ Y vos qué pensabais?. Dije.
- Que de ser cierto lo mismo podría predicarse de todo el valle, incluso del valle vecino, tampoco allí nadie se había visto afectado por la enfermedad. Por aquel entonces, ya era obvio que la vida al aire libre, la higiene, y el aislamiento dificultaban el contagio.
Por otra parte la longevidad de estos monjes despertaba tal recelo entre los galenos de las legaciones, que esperaban encontrar entre los manuscritos el secreto de la eterna juventud. Y lo paradójico es que aunque llegaron a tenerlo entre sus manos, no supieron reconocerlo y lo abandonaron. Me refiero a una pequeña obra en la que el Padre Germán, mi maestro, explicaba las causas de esta longevidad: la vida tranquila y saludable, la pureza del agua y el consumo en ayunas de leche fermentada con un hongo que crece en estas montañas.
- ¿ De leche fermentada?.
- Sí, quizá el libro, todavía se encuentre en la biblioteca del monasterio. Son asombrosos los beneficios para el organismo del consumo diario de este alimento.
Pero no quiero desviarme de la historia: temiendo por la integridad de sus mejores obras de botánica, el abad comisionó a dos de los asistentes a la reunión: el Padre Germán- mi maestro de medicina- y al padre Agustín -a quien conoces- y a un tercero, yo mismo - que por entonces era un muchacho - para trasladar algunos libros de excepcional valor. Esa misma noche en compañía del bibliotecario seleccionamos los mejores libros de botánica, algunos eran copias de traducciones del árabe procedentes de Bizancio. Y con el mayor secreto, las llevamos, como parte de nuestro equipaje a la Universidad de París. Muchas de estas obras sobre botánica eran desconocidas en Occidente. Pensamos, no sin razón, que divulgándolas desde la cátedra ya nunca se podrían perder. Sin embargo, había uno de aquellos libros de gran belleza y de indudable valor científico, cuyo contenido no se podía difundir; me refiero al “Tratado sobre la Ciencia de los Venenos Secretos Áureos y Térmicos”, que decidimos apartar de manos irresponsables.
La noche siguiente a nuestra partida, los miembros de las legaciones forzaron la puerta de la biblioteca, y comenzó el expolio de los libros. Se entabló una reñida lucha entre ambos bandos, declarándose un incendio, que por suerte y con la providencial ayuda de la lluvia, pudo ser sofocado antes de que ardiera la biblioteca. El abad como tantas otras veces en el pasado, solicitó la ayuda de los habitantes del valle. Al amanecer las legaciones fueron expulsadas por la fuerza. Los aldeanos no dudaron en emplear las armas y arrojaron por las ventanas a quienes se resistieron.
La expulsión aunque motivada era una afrenta difícil de perdonar. Por ello, el abad despachó inmediatamente a la corte imperial y a la papal, sendas cartas explicativas de lo ocurrido y se dispuso a afrontar lo peor. El Emperador Carlos IV de Bohemia, un hombre práctico, no lo tomó a mal, y contestó la misiva lamentando las pérdidas humanas y las materiales producidas en el incendio. Pero el Papa Clemente VI desdeñó contestar y su respuesta fue el interdicto contra el abad, Guillermo de Guggisberg. Al poco tiempo, los frailes mendicantes proclamaban en sus prédicas por la comarca que era el diablo quien moraba en la abadía. Así pues, fue obra del mismo Papa, la difusión de los rumores sobre la presencia de Satanás en el monasterio.
Por fin el abad tomó una difícil decisión. Convocó en la biblioteca a ambos legados y a los galenos y alquimistas de cada bando. A la reunión asistieron el hermano bibliotecario, el herbolario y el médico, tres de los monjes más sabios de la abadía. El herbolario, tomó la palabra y les hizo saber que en la abadía nunca se había hallado ningún remedio contra la peste. Y que las curaciones, no eran tales, pues quienes sanaron padecían otro tipo de infecciones que respondieron a los antisépticos comunes. El bibliotecario mostró algunos de los libros de la biblioteca conventual y explicó que la mayoría de los volúmenes versaban sobre plantas y sus efectos curativos. El médico negó que se realizaran disecciones anatómicas que era una práctica prohibida por la Iglesia. Finalmente tomó la palabra el abad, quien recordó los desagradables incidentes protagonizados, reprobó el comportamiento de la soldadesca, y vedó el uso de la biblioteca. Conminando a ambas legaciones a que abandonaran el monasterio en el plazo de una semana.
Los legados callaron y decidieron ganar por la mano la ocasión, pues continuaban convencidos de que en la biblioteca se hallaba el remedio contra la peste.
-¿ Y vos qué pensabais?. Dije.
- Que de ser cierto lo mismo podría predicarse de todo el valle, incluso del valle vecino, tampoco allí nadie se había visto afectado por la enfermedad. Por aquel entonces, ya era obvio que la vida al aire libre, la higiene, y el aislamiento dificultaban el contagio.
Por otra parte la longevidad de estos monjes despertaba tal recelo entre los galenos de las legaciones, que esperaban encontrar entre los manuscritos el secreto de la eterna juventud. Y lo paradójico es que aunque llegaron a tenerlo entre sus manos, no supieron reconocerlo y lo abandonaron. Me refiero a una pequeña obra en la que el Padre Germán, mi maestro, explicaba las causas de esta longevidad: la vida tranquila y saludable, la pureza del agua y el consumo en ayunas de leche fermentada con un hongo que crece en estas montañas.
- ¿ De leche fermentada?.
- Sí, quizá el libro, todavía se encuentre en la biblioteca del monasterio. Son asombrosos los beneficios para el organismo del consumo diario de este alimento.
Pero no quiero desviarme de la historia: temiendo por la integridad de sus mejores obras de botánica, el abad comisionó a dos de los asistentes a la reunión: el Padre Germán- mi maestro de medicina- y al padre Agustín -a quien conoces- y a un tercero, yo mismo - que por entonces era un muchacho - para trasladar algunos libros de excepcional valor. Esa misma noche en compañía del bibliotecario seleccionamos los mejores libros de botánica, algunos eran copias de traducciones del árabe procedentes de Bizancio. Y con el mayor secreto, las llevamos, como parte de nuestro equipaje a la Universidad de París. Muchas de estas obras sobre botánica eran desconocidas en Occidente. Pensamos, no sin razón, que divulgándolas desde la cátedra ya nunca se podrían perder. Sin embargo, había uno de aquellos libros de gran belleza y de indudable valor científico, cuyo contenido no se podía difundir; me refiero al “Tratado sobre la Ciencia de los Venenos Secretos Áureos y Térmicos”, que decidimos apartar de manos irresponsables.
La noche siguiente a nuestra partida, los miembros de las legaciones forzaron la puerta de la biblioteca, y comenzó el expolio de los libros. Se entabló una reñida lucha entre ambos bandos, declarándose un incendio, que por suerte y con la providencial ayuda de la lluvia, pudo ser sofocado antes de que ardiera la biblioteca. El abad como tantas otras veces en el pasado, solicitó la ayuda de los habitantes del valle. Al amanecer las legaciones fueron expulsadas por la fuerza. Los aldeanos no dudaron en emplear las armas y arrojaron por las ventanas a quienes se resistieron.
La expulsión aunque motivada era una afrenta difícil de perdonar. Por ello, el abad despachó inmediatamente a la corte imperial y a la papal, sendas cartas explicativas de lo ocurrido y se dispuso a afrontar lo peor. El Emperador Carlos IV de Bohemia, un hombre práctico, no lo tomó a mal, y contestó la misiva lamentando las pérdidas humanas y las materiales producidas en el incendio. Pero el Papa Clemente VI desdeñó contestar y su respuesta fue el interdicto contra el abad, Guillermo de Guggisberg. Al poco tiempo, los frailes mendicantes proclamaban en sus prédicas por la comarca que era el diablo quien moraba en la abadía. Así pues, fue obra del mismo Papa, la difusión de los rumores sobre la presencia de Satanás en el monasterio.
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