11ª ETAPA. DÍA 1 DE AGOSTO DEL 2001.DE BELORADO A SAN JUAN DE ORTEGA. 24 KM.
Salimos de Belorado un día nublado y bastante fresco por un hermoso camino vecinal; a la derecha se extiende una hilera interminable de chopos junto a un río, a la izquierda los campos de trigo maduro al amanecer, limitados por un antiguo muro de piedras completamente tapizado de maleza. El camino que es una reliquia, uno de los pocos caminos antiguos que se conservan intactos, conduce hasta Villambista. Atravesamos distintas aldeas de antiguas casas agrícolas, con su patio a la entrada, el portón, y la cuadra, como las de nuestros abuelos, como la de la calle Santa Cecilia, num 7 de Espinosa del Camino, donde ya no vive nadie.
Al atravesar esta localidad, iniciamos el ascenso de una elevada muela, el lugar más alto de la comarca y desde el que se contemplan grandiosas panorámicas. A primera hora de la mañana un viento helado procedente del páramo nos cala por dentro y nos obliga a apretar el paso. Después de un largo rato, comenzamos a divisar al frente las primeras ondulaciones de la sierra, con Villafranca Montes de Oca al pie de las montañas.
Un café con leche bien caliente en el restaurante “El Pájaro” – que está a la entrada- nos devuelve el resuello. Compramos algo de pan de pueblo y salchichón en la tienda y sin detenernos comenzamos la subida de los Montes de Oca. Las rampas parten desde el mismo Villafranca, el camino de herradura cubierto de robles es una delicia. Aparentemente poco ha cambiado desde el Siglo XIV, cuando Aymeric Picaud, extraviado y sin víveres, cuenta que tuvo que mojar el pan duro que le quedaba en una fuente para poderlo comer. Nosotros también hemos querido comer nuestro pan en la “Fuente de Mojapán”, un lugar que impresiona por su belleza.
Desde la fuente tenemos que seguir subiendo todavía un largo trecho, más arriba el viejo camino de herradura se transforma en una pista. Durante más de diez Kilómetros los robles se alternan con los pinos negros en un frondoso bosque por el que caminamos durante más de dos horas. Finalmente allá a lo lejos se divisa en un enorme claro del bosque en forma de círculo una edificación de piedra de aspecto señorial: El Monasterio de San Juan de Ortega. ¡Desde los montes su estampa es una maravilla!. Sin duda esta etapa es una de las más bonitas del camino.
El alojamiento está en el mismo monasterio, los dormitorios son amplias estancias con literas corridas y hay espacio entre una y otra, ¡Todo un lujo!. Los aseos no son peores que los de otros albergues; la única pega es que no tiene previsto donde lavar la ropa y nos vemos obligados a hacer la colada en la hermosa fuente del lugar, que al poco tiempo tiene el agua turbia por el jabón. Las vecinas de un lugar tan apartado, tienen un estricto sentido del decoro y su celo por mantener las “buenas costumbres” ejercido con el recio genio burgalés, provoca cierto alboroto y no poca burla entre los peregrinos; como cuando tratan de impedir que alguien acuda a la fuente a lavar sin vestir la camiseta o cuando la propia hospitalera penetra en el dormitorio para impedir que las parejas se tumben juntos en la cama.
Tomamos un memorable almuerzo en el bar a base del menú único en estos montes: un par de huevos fritos con morcilla de arroz. ¡Gran Señora la morcilla!. ¡ Creo que esta señora es burgalesa!. A continuación procede dedicar un rato a la siesta, y luego queda poco que hacer: una visita a la iglesia y al cenotafio del Santo y otro rato a la terraza del único bar, dedicado a la francachela. Uno tiene la sensación de estar ejecutando acciones mil veces repetidas por los peregrinos que pasan por este mismo lugar. Allí se da cita todo el grupo, que a partir de mañana se disgregará, muchos lo dejarán en Burgos, otros afrontarán etapas más largas etc. Por eso no viene mal un rato de risa a costa de la pobre hospitalera solterona o incluso del cura, que esta noche no nos ofrecerá las tradicionales sopas de ajo (lleva veinte años haciéndolas para los píos peregrinos), ya que ninguno ha querido asistir a misa de 6:30 h a pesar del reiterado reclamo de las campanas de la espadaña.
La mejor despedida suele ser el silencio, por eso sin decir nada Pepe y yo nos hemos levantado de la silla para dar un paseo al atardecer y contemplar la inmensa soledad de este paisaje. El bosque, bastante sombrío a estas horas de la tarde, traza un círculo casi perfecto sobre el monasterio; me pregunto en qué oscuros tiempos medievales se habrá talado este claro. Sin duda su finalidad sería poner en cultivo las tierras aledañas y atender al sustento de la abadía. Pasamos por un lugar que parece el centro de un tremedal, todavía un algive enterrado recoge el agua que escurre de estos montes para garantizar el abastecimiento del monasterio. Son las 8:30 h de la tarde, los colores pardos y amarillos de los trigales alcanzan esa belleza que sólo tienen al final del atardecer. El galgo del cura se ha venido con nosotros; en medio del silencio, a veces se oye el chasquido de una codorniz; el perro se para y enfila el hocico en pintorescas posturas rituales.
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