Una de las formas de narrar la historia es atendiendo al devenir de las grandes ciudades.
No es descabellado afirmar que la civilización ha brotado siempre en el apogeo de determinados núcleos urbanos: La llamada “historia de las civilizaciones” que nació con la Ilustración, se ha centrado en el particular acontecer de estas paradigmáticas ciudades: Ur, Lagash; Babilonia, Menphis, Tebas, Cnosos; Atenas, Roma. La historia socio-económica del siglo S XIX y los estudios antropológicos y de lo cotidiano en boga, siguen remitiendo a estos antecedentes ciudadanos. En este sentido se puede aventurar que la historia de la civilización es primordialmente urbana.
El paradigma de “La Ciudad” como toda simplificación sintética, puede resultar peligroso. Pero al historiador se le hace intolerable el silencio de esos largos periodos de vacío cultural, donde el caos es el protagonista histórico. Trata de encontrar un principio ordenador que contraponer al absurdo. Así el Renacimiento se elaboró en el reflejo de la Atenas clásica. Nuestra civilización actual sobre el modelo de la megalópolis americana Nueva York.
El referente a una capitalidad cultural no ha dejado de utilizarse con fines provechosos o infames. El hombre anhela localizar, incluso topográficamente- el centro de su universo. “El sueño de La Ciudad” se repite indefinidamente a lo largo de la historia.
Donde más claramente aparece este recurso es en esa concatenación de siglos oscuros que por convención llamamos Edad Media. Una sola ciudad Constantinopla -en el Bósforo- se constituye en el centro político y cultural del mundo civilizado. La “ Nea Roma” más que la heredera de Roma, es la réplica en miniatura de los vastos territorios donde siglos antes fertilizó el helenismo y la romanizad. Constantinopla y el Imperio son las dos hojas de un díptico. Para la mentalidad medieval su inexpugnable perfil amurallado encierra los secretos de dos mil años de civilización.
En repetidas ocasiones durante su larga historia, la ciudad fue por sí sola, todo el Imperio. En tiempos de Romano Lecapeno y de Simeón, era todo lo que quedaba del Imperio en Europa; en tiempos de los Heraclidas y de los Conmenos, todo lo que quedaba en Asia. Y sin embargo, en cada ocasión lo rehizo de la catástrofe en que parecía hundirse. La marejada de pueblos del Medievo hizo asfixiante la contracción territorial del imperio, pero la civilización pervivió porque existía Constantinopla.
La ciudad aprovechaba toda ocasión favorable para reaccionar, acá contra los búlgaros, allá contra los árabes o contra los turcos. El éxito en la recreación del Imperio era consecuencia del acerbo cultural atesorado: el sentido de la función pública, la organización administrativa, la finura de la diplomacia, la superioridad técnica, fueron sus presupuestos. De otra manera, de nada hubieran servido los afortunados lances militares de sus estrategas, insignificantes en el fragor violento de los tiempos.
Ciertamente, Constantinopla era una gran ciudad militar. El emperador Teodosio II a principios del siglo V, había hecho construir, de las orillas del Mar de Mármara, al fondo del Cuerno de Oro, una admirable línea de murallas y su privilegiada situación, había convertido a la ciudad en una fortaleza inexpugnable. Pero la verdadera fuerza de Constantinopla era su protagonismo cultural incontrastable para la época.En su abigarrado perímetro se atesoraban veinte siglos de conocimiento. La ingeniería, la logística, la intendencia, la pericia naval, la técnica armamentística, incluso “el fuego de Calinico”, no son producto casual de una sola generación.
Los propios enemigos soñaban con Constantinopla, como una ciudad de maravilla, entrevista con un resplandor de oro. Mientras esa prodigiosa ciudad, no hubiese sucumbido nada se habría logrado; el Imperio seguiría en pie, el Éufrates y el Danubio podrían volver a ser sus fronteras. Toda la Edad media soñó con Constantinopla. Se soñaba con ella bajo las frías nieblas de Noruega y a lo largo de los ríos rusos por donde descendían los aventureros del norte hacia la incomparable Zarigrado. Se soñaba también en los castillos de Occidente, donde los trovadores cantaban las maravillas del Palacio Imperial y en los bancos de Venecia, calculando las magnificas rentas que los emperadores obtenían anualmente.
Cuando al fin los otomanos lo hubieron tomado todo, Constantinopla constituyó por sí sola, el estado de Bizancio. Sobrevivió más de un siglo al Imperio Bizantino. Ese último día los turcos interrumpieron la misa en el altar mayor de Santa Sofía. Constantinopla seguía siendo una de las más hermosas ciudades del mundo, pero para entonces ya habia dejado de ser “ La Ciudad”.
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