La literatura no es cultura sino algo mucho más simple y elemental: es una mera consecuencia del instinto de la imaginación. Un instinto que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco se nos suele ir atrofiando, como todo órgano que se deja de usar.
De mayores ya no sabemos recordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula no eran una manera de huir de la realidad sino la forma principal de conocimiento: Mediante el juego aprendíamos las leyes y las normas del mundo. En esa edad de oro, nuestra primera infancia, de la que todos somos supervivientes mediocres, placer y aprendizaje, juego y verdad, imaginación y descubrimiento, eran términos sinónimos.
A medida que crecemos, el hábito de la imaginación se vuelve peligroso o inútil, y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo. No porque sea un proceso natural como el cambio de voz, sino porque hay una determinada y eficacísima presión social para que, al margen de nuestros gustos individuales, nos convirtamos en súbditos dóciles, empleados productivos, en lo que antes se decía hombres de provecho.
La literatura, pues, no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que se nos castigaba en el instituto, sino un tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y vidas que están a nuestra disposición. Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir al mismo tiempo en nuestra habitación y en Nueva York o en las llanuras heladas del Polo Norte y podemos conocer a amigos que vivieron hace veinticinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros. Es una ventana y también un espejo.
Que la literatura como hija de nuestra imaginación se parezca al juego y al sueño, no quiere decir que este al alcance de la mano; que cualquiera pueda sin esfuerzo escribirla y leerla. Nada más lejos de la realidad que la creencia irresponsable de que cualquiera, puede hacer cualquier cosa sin esfuerzo, de que el empeño y la tenacidad no sirven para nada. La educación debería servir para disciplinarnos no solo en nuestros deberes, sino también en nuestros placeres, quizá así nos costaría menos trabajo ser felices.
miércoles, 30 de septiembre de 2009
domingo, 27 de septiembre de 2009
Un espiritu tutelar: Capítulo 6ª: El libro de la ciencia de los venenos aureos y térmicos.
¡Un libro tan peligroso que nunca debimos haberlo salvado!.
- ¡Tan nocivo es el libro del que habláis!, dije.
- El libro es un minucioso estudio y descripción de todos los venenos de origen vegetal, conocidos en Oriente y Occidente hasta la fecha. La descripción de las plantas, la forma de preparación de la toxina y sus métodos de administración y dosificación para usos medicinales o letales. El padre Germán, el Padre Agustín y yo mismo hicimos una amplia labor de enriquecimiento del Tratado, catalogando decenas de hongos y otras sustancias alucinógenas e incorporamos un capítulo final sobre “el Aconitum Napellus”, planta muy abundante en los alrededores de la abadía, de la que se extrae el más letal de los venenos que se conocen. Las ilustraciones de sus láminas son maravillosas, la caligrafía perfecta, el pergamino y la encuadernación excelentes. Todo es admirable en ese terrible libro; tan hermoso como Lucifer, porque su belleza termina siempre por seducir a su poseedor. Quien abre sus tapas abre las puertas del infierno, por ellas se escapa un mal incontrolado, que en medio de las luchas del Papa y el Emperador, de Francia contra Inglaterra, del rey de Castilla contra su hermanastro Enrique, de “La Jacquería” contra la nobleza, de los mendicantes contra los observantes... podría adquirir proporciones gigantescas. ¿Qué pasaría si cayera esta formidable arma, en manos de un hombre del siglo?. La naturaleza humana es pecadora, el mal habita dentro de nosotros; quién puede conservar su corazón puro, cuando dispone de un arma inapelable para acabar con sus enemigos. El asesinato, en la mayoría de los casos, pasaría por muerte natural, y en cualquier caso, nunca sería descubierto su autor. Ese libro, hace añicos la voluntad humana, contiene el fruto prohibido del paraíso. La divulgación de sus secretos sería una fuente perpetua de dolor y de amargura en esta tierra. En gran parte, soy responsable de él; y mi obligación, con la ayuda de Dios, es destruirlo antes de que sea demasiado tarde. Sólo así lograré a descansar tranquilo por las noches.
El padre Alberto calló y se produjo un largo silencio, que yo no me atrevía a interrumpir. Después de un rato en el que sólo se oía el pisar de las bestias y el sonido del viento. Continuó:
- Si te cuento todo esto, querido Fabián, es porque tú también corres peligro. Nuestro enemigo es implacable y el mero hecho de haber servido a fray Agustín te compromete.
Dentro de un momento nos separaremos. Debes entrar solo en la abadía, y contar con profundo desconsuelo que el padre Agustín ha fallecido; es fácil de creer que por su avanzada edad, no haya resistido la dureza de las jornadas alpinas. Dirás que has enterrado su cadáver a unas tres jornadas de aquí. Yo entraré a última hora de la tarde, me acreditaré como el enviado del Emperador Carlos de Bohemia y solicitaré autorización para examinar los libros de la biblioteca.
A los redactores de esa carta les llevará más de una semana comprobar lo que digo. Pensarán que llegado el caso, es fácil deshacerse de un rival tan necio, como para presentarse sin escolta. Su punto débil es que no saben exactamente qué buscan; estoy seguro de que mientras ellos crean, que yo sí lo sé, mi vida no correrá peligro. Pronto trabaremos relación íntima, esto les pondrá nerviosos y hará que se precipiten. Disponemos de una semana para completar nuestra misión.
Es hora de separarnos, aún nos queda una legua para llegar a la abadía.
Dicho esto, fray Alberto se apartó del camino y ocultándose entre unos abetos se dispuso a dormir plácidamente una siesta. Caminé más de una hora por aquella senda cubierta de nieve, esa noche debía haber estado nevando hasta la madrugada. Así fue como, con apenas dieciséis años y con el corazón en un puño, una helada mañana de noviembre, me vi llamando a la puerta de la Abadía.
- ¡Tan nocivo es el libro del que habláis!, dije.
- El libro es un minucioso estudio y descripción de todos los venenos de origen vegetal, conocidos en Oriente y Occidente hasta la fecha. La descripción de las plantas, la forma de preparación de la toxina y sus métodos de administración y dosificación para usos medicinales o letales. El padre Germán, el Padre Agustín y yo mismo hicimos una amplia labor de enriquecimiento del Tratado, catalogando decenas de hongos y otras sustancias alucinógenas e incorporamos un capítulo final sobre “el Aconitum Napellus”, planta muy abundante en los alrededores de la abadía, de la que se extrae el más letal de los venenos que se conocen. Las ilustraciones de sus láminas son maravillosas, la caligrafía perfecta, el pergamino y la encuadernación excelentes. Todo es admirable en ese terrible libro; tan hermoso como Lucifer, porque su belleza termina siempre por seducir a su poseedor. Quien abre sus tapas abre las puertas del infierno, por ellas se escapa un mal incontrolado, que en medio de las luchas del Papa y el Emperador, de Francia contra Inglaterra, del rey de Castilla contra su hermanastro Enrique, de “La Jacquería” contra la nobleza, de los mendicantes contra los observantes... podría adquirir proporciones gigantescas. ¿Qué pasaría si cayera esta formidable arma, en manos de un hombre del siglo?. La naturaleza humana es pecadora, el mal habita dentro de nosotros; quién puede conservar su corazón puro, cuando dispone de un arma inapelable para acabar con sus enemigos. El asesinato, en la mayoría de los casos, pasaría por muerte natural, y en cualquier caso, nunca sería descubierto su autor. Ese libro, hace añicos la voluntad humana, contiene el fruto prohibido del paraíso. La divulgación de sus secretos sería una fuente perpetua de dolor y de amargura en esta tierra. En gran parte, soy responsable de él; y mi obligación, con la ayuda de Dios, es destruirlo antes de que sea demasiado tarde. Sólo así lograré a descansar tranquilo por las noches.
El padre Alberto calló y se produjo un largo silencio, que yo no me atrevía a interrumpir. Después de un rato en el que sólo se oía el pisar de las bestias y el sonido del viento. Continuó:
- Si te cuento todo esto, querido Fabián, es porque tú también corres peligro. Nuestro enemigo es implacable y el mero hecho de haber servido a fray Agustín te compromete.
Dentro de un momento nos separaremos. Debes entrar solo en la abadía, y contar con profundo desconsuelo que el padre Agustín ha fallecido; es fácil de creer que por su avanzada edad, no haya resistido la dureza de las jornadas alpinas. Dirás que has enterrado su cadáver a unas tres jornadas de aquí. Yo entraré a última hora de la tarde, me acreditaré como el enviado del Emperador Carlos de Bohemia y solicitaré autorización para examinar los libros de la biblioteca.
A los redactores de esa carta les llevará más de una semana comprobar lo que digo. Pensarán que llegado el caso, es fácil deshacerse de un rival tan necio, como para presentarse sin escolta. Su punto débil es que no saben exactamente qué buscan; estoy seguro de que mientras ellos crean, que yo sí lo sé, mi vida no correrá peligro. Pronto trabaremos relación íntima, esto les pondrá nerviosos y hará que se precipiten. Disponemos de una semana para completar nuestra misión.
Es hora de separarnos, aún nos queda una legua para llegar a la abadía.
Dicho esto, fray Alberto se apartó del camino y ocultándose entre unos abetos se dispuso a dormir plácidamente una siesta. Caminé más de una hora por aquella senda cubierta de nieve, esa noche debía haber estado nevando hasta la madrugada. Así fue como, con apenas dieciséis años y con el corazón en un puño, una helada mañana de noviembre, me vi llamando a la puerta de la Abadía.
sábado, 26 de septiembre de 2009
El Maestro Eckhart
"Quien quiera alcanzar la paz del alma, no lo conseguirá huyendo de las contingencias y retirándose a la soledad; hay que abandonarse a sí mismo, pues toda inquietud depende de nuestro propio querer. No ha dicho Jesus: "Quien quiera seguirme, debe renunciar a si mismo. He aquí lo que importa. Dejad que Dios destierre poco a poco, al hombre viejo que hay en vosotros y vuestra vida será santificada: entonces, cada una de vuestras acciones, por insignificantes que sean, se convertirá en bendición, pues Dios mismo es quien las realiza. Quienes en cambio, no están llenos de Dios, sino de ellos mismos, no hacen nada bueno, por muy grandes que puedan parecer sus acciones. Quien lleva a Dios ha encontrado la paz y el reposo del alma, este reposo le gustará con todos y en todos los lugares, en la calle, en el desierto o en la celda del convento. Nada puede perturbar esta calma del espíritu". (Maestro Eckhart. Erfurt 1300)
La hermosa cita, de hace setecientos años, describe la ruta del amor intelectual a Dios a través de la ascética y la mística. Un camino que hoy sigue plenamente vigente y que curiosamente se compagina por igual, con el mensaje de todas las religiones, porque está en la misma esencia del sentimiento religioso.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
Un espíritu tutelar.Capítulo 5º: Planteamiento de la trama
Por desgracia, la celebridad que alcanzaron las excelentes obras de botánica que llevamos a París, hizo sospechar al Papa, que de alguna forma, habíamos sacado del monasterio el remedio secreto contra la peste. Al poco tiempo, sufrimos el registro de nuestras habitaciones en la universidad. Por suerte habíamos previsto esta posibilidad, y en Bolzano, decidimos cambiar la encuadernación, y el título, del “Tratado sobre los Venenos.” Yo era el más joven de los tres, así que me correspondió volver sobre mis pasos y trasladarlo al lugar que creíamos más seguro del mundo: su lugar de origen. Regresé a la abadía unos días después del incendio; al principio dudé del acierto de nuestra iniciativa, pero luego reflexionando, llegué a la conclusión de que volver a ubicar este libro en la biblioteca ya expoliada, era una buena jugada.
No pudiendo acceder al Abad de Sölden, la inquisición sometió a proceso a mi maestro el padre Germán. Una mañana encontraron su cuerpo flotando en el Sena. Fue en ese momento, cuando el padre Agustín, cuyo nombre entonces era Raimundo de Ailly y yo mismo, decidimos abandonar París. Desde entonces hemos llevado una existencia de prófugos, tratando de no desvelar nuestra verdadera identidad. Y en el fondo, agradecidos a la Providencia que nos brindaba la oportunidad de llevar la vida retirada que elegimos al profesar como monjes.
Pasaron quince años, Clemente VI había muerto, y ahora gobernaba en Aviñón el Papa Urbano V, del que se decía que era mucho más humano. Santa Catalina de Siena predicaba contra “la cautividad del papado en Babilonia”; creíamos que había pasado la amenaza. Por otra parte el Tratado sobre los venenos continuaba encerrado en el cofre inexpugnable del monasterio de Sölden, camuflado entre los veinte mil volúmenes de la biblioteca, bajo la custodia de fray Jorge de Brixen el bibliotecario. Sólo tres personas conocíamos de su existencia: el bibliotecario, el padre Agustín y yo mismo. Todo parecía olvidado. ¿ Qué podíamos temer?. Y sin embargo...
- ¿Sin embargo... qué?. ¡ Continuad padre, no me dejéis así!.
- ¡Calla un momento¡. ¿No escuchas allá abajo un extraño ruido?.
- Sí, es como si estuvieran trabajando la tierra.
- Asómate sin que te vean a ese barranco; ¿Ves algo?.
- No padre, está demasiado profundo; pero es extraño ponerse a trabajar la tierra después de la helada de esta noche, el suelo estará duro como una piedra.
- Aguarda, fíjate en esas huellas sobre la nieve, Fabián. No hace mucho, por el resbaladizo sendero que desciende al barranco han bajado dos monturas. Uno de ellos debe ser un excelente jinete pues lo ha hecho sin desmontar.
- Parece que se han detenido. Acaso también han escuchado los pasos de nuestras mulas.
- Continuemos... aún nos queda un rato para llegar. Acércate un poco más Fabián, para que pueda terminar de contarte esta historia.
Al final de la vendimia el padre Agustín muy preocupado me hizo llamar. El medio convenido, era enviar un muchacho a mi localidad en busca de miel. Aún recordarás cuando llegué al monasterio de Orvieto, elegí un día de lluvia para poder entrar completamente encapuchado. Me mostró una carta firmada por fray Jorge de Brixen, el bibliotecario de la Abadía de Sölden, comunicaba que el abad, fray Guillermo de Guggisberg había muerto en circunstancias sin aclarar, y manifestaba su estupor ante la decisión del nuevo abad, de autorizar a extraños el acceso al monasterio y a los tesoros de la biblioteca.
El hecho era preocupante, pero era mucho más grave que fray Jorge hubiera hecho constar por escrito como destinatario de esa carta la dirección y la nueva identidad de su amigo el padre Agustín, pues lo descubría, poniéndolo en un grave peligro.
La carta sorprendentemente no contenía ninguna de las claves acordadas para referirnos al libro, lo que nos hizo sospechar, que su autor no era el Padre Jorge, sino alguien, que desconocía la existencia del mismo, y por algún motivo trataba de atraer al padre Agustín hacia la abadía. Nada podíamos conjeturar sobre la suerte de fray Jorge de Brixen, pero de una cosa estábamos seguros, aunque hubiera hablado bajo tortura, los redactores de la carta no habían encontrado el libro, pues de otro modo no la hubieran remitido.
Solo nos quedaba una cosa por hacer: “desaparecer”. ¡El Padre Agustín, yo mismo y el libro debíamos desaparecer!. Decidimos que el padre Agustín demasiado viejo para volver a andar de aquí para allá, ocuparía mi lugar y yo el suyo. Por eso, en el largo rodeo que hemos dado por los monasterios del norte de Italia me viste hacerme pasar por él. Por suerte no estuve presente en la reunión, que hace quince años, el abad convocó en la biblioteca; pocos de quienes asistieron conservan todavía la vida. Ni siquiera se menciona mi nombre en la carta. ¡Y eso, con la ayuda de Dios, tal vez me permita concluir esta misión que no es otra que destruir el libro antes de que sea demasiado tarde!. ¡Un libro tan peligroso que nunca debimos haberlo salvado!.
No pudiendo acceder al Abad de Sölden, la inquisición sometió a proceso a mi maestro el padre Germán. Una mañana encontraron su cuerpo flotando en el Sena. Fue en ese momento, cuando el padre Agustín, cuyo nombre entonces era Raimundo de Ailly y yo mismo, decidimos abandonar París. Desde entonces hemos llevado una existencia de prófugos, tratando de no desvelar nuestra verdadera identidad. Y en el fondo, agradecidos a la Providencia que nos brindaba la oportunidad de llevar la vida retirada que elegimos al profesar como monjes.
Pasaron quince años, Clemente VI había muerto, y ahora gobernaba en Aviñón el Papa Urbano V, del que se decía que era mucho más humano. Santa Catalina de Siena predicaba contra “la cautividad del papado en Babilonia”; creíamos que había pasado la amenaza. Por otra parte el Tratado sobre los venenos continuaba encerrado en el cofre inexpugnable del monasterio de Sölden, camuflado entre los veinte mil volúmenes de la biblioteca, bajo la custodia de fray Jorge de Brixen el bibliotecario. Sólo tres personas conocíamos de su existencia: el bibliotecario, el padre Agustín y yo mismo. Todo parecía olvidado. ¿ Qué podíamos temer?. Y sin embargo...
- ¿Sin embargo... qué?. ¡ Continuad padre, no me dejéis así!.
- ¡Calla un momento¡. ¿No escuchas allá abajo un extraño ruido?.
- Sí, es como si estuvieran trabajando la tierra.
- Asómate sin que te vean a ese barranco; ¿Ves algo?.
- No padre, está demasiado profundo; pero es extraño ponerse a trabajar la tierra después de la helada de esta noche, el suelo estará duro como una piedra.
- Aguarda, fíjate en esas huellas sobre la nieve, Fabián. No hace mucho, por el resbaladizo sendero que desciende al barranco han bajado dos monturas. Uno de ellos debe ser un excelente jinete pues lo ha hecho sin desmontar.
- Parece que se han detenido. Acaso también han escuchado los pasos de nuestras mulas.
- Continuemos... aún nos queda un rato para llegar. Acércate un poco más Fabián, para que pueda terminar de contarte esta historia.
Al final de la vendimia el padre Agustín muy preocupado me hizo llamar. El medio convenido, era enviar un muchacho a mi localidad en busca de miel. Aún recordarás cuando llegué al monasterio de Orvieto, elegí un día de lluvia para poder entrar completamente encapuchado. Me mostró una carta firmada por fray Jorge de Brixen, el bibliotecario de la Abadía de Sölden, comunicaba que el abad, fray Guillermo de Guggisberg había muerto en circunstancias sin aclarar, y manifestaba su estupor ante la decisión del nuevo abad, de autorizar a extraños el acceso al monasterio y a los tesoros de la biblioteca.
El hecho era preocupante, pero era mucho más grave que fray Jorge hubiera hecho constar por escrito como destinatario de esa carta la dirección y la nueva identidad de su amigo el padre Agustín, pues lo descubría, poniéndolo en un grave peligro.
La carta sorprendentemente no contenía ninguna de las claves acordadas para referirnos al libro, lo que nos hizo sospechar, que su autor no era el Padre Jorge, sino alguien, que desconocía la existencia del mismo, y por algún motivo trataba de atraer al padre Agustín hacia la abadía. Nada podíamos conjeturar sobre la suerte de fray Jorge de Brixen, pero de una cosa estábamos seguros, aunque hubiera hablado bajo tortura, los redactores de la carta no habían encontrado el libro, pues de otro modo no la hubieran remitido.
Solo nos quedaba una cosa por hacer: “desaparecer”. ¡El Padre Agustín, yo mismo y el libro debíamos desaparecer!. Decidimos que el padre Agustín demasiado viejo para volver a andar de aquí para allá, ocuparía mi lugar y yo el suyo. Por eso, en el largo rodeo que hemos dado por los monasterios del norte de Italia me viste hacerme pasar por él. Por suerte no estuve presente en la reunión, que hace quince años, el abad convocó en la biblioteca; pocos de quienes asistieron conservan todavía la vida. Ni siquiera se menciona mi nombre en la carta. ¡Y eso, con la ayuda de Dios, tal vez me permita concluir esta misión que no es otra que destruir el libro antes de que sea demasiado tarde!. ¡Un libro tan peligroso que nunca debimos haberlo salvado!.
lunes, 21 de septiembre de 2009
Barroquismo
Hoy gusta lo directo e inmediato, se presume de vivir en el presente "y a menudo se confunde andar con prisa, con ir al grano". No son tiempos muy dados al barroquismo.
También el barroquismo en la escritura puede resultar superfluo, y cargante. Un ejemplo
Pero el verdadero arte y la belleza requieren su tiempo y tal vez por eso, algunas de las cimas de la pintura, de la escultura y muchas de la música pertenecen al Barroco.
En literatura también el Barroco atesora sus joyas.Una, es esa grandiosa obra teatral, de Pedro Calderón de la Barca. titulada " La vida es sueño".
Escuchad:
" Rendid las armas y vidas
o aquesta pistola, aspid
de metal, escupirá
el veneno penetrante
de dos balas, cuyo fuego
será escándalo del aire".
Hoy, esto quedaría reducido a un : "Alto, arriba las manos".
También el barroquismo en la escritura puede resultar superfluo, y cargante. Un ejemplo
de este tipo, es el que que ejemplifica Antonio Machado en "Juan de Mairena:"
- " Darete el dulce fruto del peral, sazonado en la rama ponderosa".
- ¿ Quires decir, que me darás una pera?.
- Eso mismo.
sábado, 19 de septiembre de 2009
Un espiritu tutelar. Capítulo 4ª: Rumores sobre "el maligno".
Los legados disputaban continuamente por la preeminencia en la oración y en la mesa, y los soldados se enzarzaban por cualquier pretexto. Los galenos pretendían disponer del herbolario y expoliar a su antojo la valiosa biblioteca. Durante tres semanas, el monasterio, un lugar consagrado al trabajo y al estudio, se convirtió en un corral. Por las noches se producían altercados entre uno y otro bando, hubo asesinatos, hasta el punto que nadie se atrevía a salir de su celda.
Por fin el abad tomó una difícil decisión. Convocó en la biblioteca a ambos legados y a los galenos y alquimistas de cada bando. A la reunión asistieron el hermano bibliotecario, el herbolario y el médico, tres de los monjes más sabios de la abadía. El herbolario, tomó la palabra y les hizo saber que en la abadía nunca se había hallado ningún remedio contra la peste. Y que las curaciones, no eran tales, pues quienes sanaron padecían otro tipo de infecciones que respondieron a los antisépticos comunes. El bibliotecario mostró algunos de los libros de la biblioteca conventual y explicó que la mayoría de los volúmenes versaban sobre plantas y sus efectos curativos. El médico negó que se realizaran disecciones anatómicas que era una práctica prohibida por la Iglesia. Finalmente tomó la palabra el abad, quien recordó los desagradables incidentes protagonizados, reprobó el comportamiento de la soldadesca, y vedó el uso de la biblioteca. Conminando a ambas legaciones a que abandonaran el monasterio en el plazo de una semana.
Los legados callaron y decidieron ganar por la mano la ocasión, pues continuaban convencidos de que en la biblioteca se hallaba el remedio contra la peste.
-¿ Y vos qué pensabais?. Dije.
- Que de ser cierto lo mismo podría predicarse de todo el valle, incluso del valle vecino, tampoco allí nadie se había visto afectado por la enfermedad. Por aquel entonces, ya era obvio que la vida al aire libre, la higiene, y el aislamiento dificultaban el contagio.
Por otra parte la longevidad de estos monjes despertaba tal recelo entre los galenos de las legaciones, que esperaban encontrar entre los manuscritos el secreto de la eterna juventud. Y lo paradójico es que aunque llegaron a tenerlo entre sus manos, no supieron reconocerlo y lo abandonaron. Me refiero a una pequeña obra en la que el Padre Germán, mi maestro, explicaba las causas de esta longevidad: la vida tranquila y saludable, la pureza del agua y el consumo en ayunas de leche fermentada con un hongo que crece en estas montañas.
- ¿ De leche fermentada?.
- Sí, quizá el libro, todavía se encuentre en la biblioteca del monasterio. Son asombrosos los beneficios para el organismo del consumo diario de este alimento.
Pero no quiero desviarme de la historia: temiendo por la integridad de sus mejores obras de botánica, el abad comisionó a dos de los asistentes a la reunión: el Padre Germán- mi maestro de medicina- y al padre Agustín -a quien conoces- y a un tercero, yo mismo - que por entonces era un muchacho - para trasladar algunos libros de excepcional valor. Esa misma noche en compañía del bibliotecario seleccionamos los mejores libros de botánica, algunos eran copias de traducciones del árabe procedentes de Bizancio. Y con el mayor secreto, las llevamos, como parte de nuestro equipaje a la Universidad de París. Muchas de estas obras sobre botánica eran desconocidas en Occidente. Pensamos, no sin razón, que divulgándolas desde la cátedra ya nunca se podrían perder. Sin embargo, había uno de aquellos libros de gran belleza y de indudable valor científico, cuyo contenido no se podía difundir; me refiero al “Tratado sobre la Ciencia de los Venenos Secretos Áureos y Térmicos”, que decidimos apartar de manos irresponsables.
La noche siguiente a nuestra partida, los miembros de las legaciones forzaron la puerta de la biblioteca, y comenzó el expolio de los libros. Se entabló una reñida lucha entre ambos bandos, declarándose un incendio, que por suerte y con la providencial ayuda de la lluvia, pudo ser sofocado antes de que ardiera la biblioteca. El abad como tantas otras veces en el pasado, solicitó la ayuda de los habitantes del valle. Al amanecer las legaciones fueron expulsadas por la fuerza. Los aldeanos no dudaron en emplear las armas y arrojaron por las ventanas a quienes se resistieron.
La expulsión aunque motivada era una afrenta difícil de perdonar. Por ello, el abad despachó inmediatamente a la corte imperial y a la papal, sendas cartas explicativas de lo ocurrido y se dispuso a afrontar lo peor. El Emperador Carlos IV de Bohemia, un hombre práctico, no lo tomó a mal, y contestó la misiva lamentando las pérdidas humanas y las materiales producidas en el incendio. Pero el Papa Clemente VI desdeñó contestar y su respuesta fue el interdicto contra el abad, Guillermo de Guggisberg. Al poco tiempo, los frailes mendicantes proclamaban en sus prédicas por la comarca que era el diablo quien moraba en la abadía. Así pues, fue obra del mismo Papa, la difusión de los rumores sobre la presencia de Satanás en el monasterio.
Por fin el abad tomó una difícil decisión. Convocó en la biblioteca a ambos legados y a los galenos y alquimistas de cada bando. A la reunión asistieron el hermano bibliotecario, el herbolario y el médico, tres de los monjes más sabios de la abadía. El herbolario, tomó la palabra y les hizo saber que en la abadía nunca se había hallado ningún remedio contra la peste. Y que las curaciones, no eran tales, pues quienes sanaron padecían otro tipo de infecciones que respondieron a los antisépticos comunes. El bibliotecario mostró algunos de los libros de la biblioteca conventual y explicó que la mayoría de los volúmenes versaban sobre plantas y sus efectos curativos. El médico negó que se realizaran disecciones anatómicas que era una práctica prohibida por la Iglesia. Finalmente tomó la palabra el abad, quien recordó los desagradables incidentes protagonizados, reprobó el comportamiento de la soldadesca, y vedó el uso de la biblioteca. Conminando a ambas legaciones a que abandonaran el monasterio en el plazo de una semana.
Los legados callaron y decidieron ganar por la mano la ocasión, pues continuaban convencidos de que en la biblioteca se hallaba el remedio contra la peste.
-¿ Y vos qué pensabais?. Dije.
- Que de ser cierto lo mismo podría predicarse de todo el valle, incluso del valle vecino, tampoco allí nadie se había visto afectado por la enfermedad. Por aquel entonces, ya era obvio que la vida al aire libre, la higiene, y el aislamiento dificultaban el contagio.
Por otra parte la longevidad de estos monjes despertaba tal recelo entre los galenos de las legaciones, que esperaban encontrar entre los manuscritos el secreto de la eterna juventud. Y lo paradójico es que aunque llegaron a tenerlo entre sus manos, no supieron reconocerlo y lo abandonaron. Me refiero a una pequeña obra en la que el Padre Germán, mi maestro, explicaba las causas de esta longevidad: la vida tranquila y saludable, la pureza del agua y el consumo en ayunas de leche fermentada con un hongo que crece en estas montañas.
- ¿ De leche fermentada?.
- Sí, quizá el libro, todavía se encuentre en la biblioteca del monasterio. Son asombrosos los beneficios para el organismo del consumo diario de este alimento.
Pero no quiero desviarme de la historia: temiendo por la integridad de sus mejores obras de botánica, el abad comisionó a dos de los asistentes a la reunión: el Padre Germán- mi maestro de medicina- y al padre Agustín -a quien conoces- y a un tercero, yo mismo - que por entonces era un muchacho - para trasladar algunos libros de excepcional valor. Esa misma noche en compañía del bibliotecario seleccionamos los mejores libros de botánica, algunos eran copias de traducciones del árabe procedentes de Bizancio. Y con el mayor secreto, las llevamos, como parte de nuestro equipaje a la Universidad de París. Muchas de estas obras sobre botánica eran desconocidas en Occidente. Pensamos, no sin razón, que divulgándolas desde la cátedra ya nunca se podrían perder. Sin embargo, había uno de aquellos libros de gran belleza y de indudable valor científico, cuyo contenido no se podía difundir; me refiero al “Tratado sobre la Ciencia de los Venenos Secretos Áureos y Térmicos”, que decidimos apartar de manos irresponsables.
La noche siguiente a nuestra partida, los miembros de las legaciones forzaron la puerta de la biblioteca, y comenzó el expolio de los libros. Se entabló una reñida lucha entre ambos bandos, declarándose un incendio, que por suerte y con la providencial ayuda de la lluvia, pudo ser sofocado antes de que ardiera la biblioteca. El abad como tantas otras veces en el pasado, solicitó la ayuda de los habitantes del valle. Al amanecer las legaciones fueron expulsadas por la fuerza. Los aldeanos no dudaron en emplear las armas y arrojaron por las ventanas a quienes se resistieron.
La expulsión aunque motivada era una afrenta difícil de perdonar. Por ello, el abad despachó inmediatamente a la corte imperial y a la papal, sendas cartas explicativas de lo ocurrido y se dispuso a afrontar lo peor. El Emperador Carlos IV de Bohemia, un hombre práctico, no lo tomó a mal, y contestó la misiva lamentando las pérdidas humanas y las materiales producidas en el incendio. Pero el Papa Clemente VI desdeñó contestar y su respuesta fue el interdicto contra el abad, Guillermo de Guggisberg. Al poco tiempo, los frailes mendicantes proclamaban en sus prédicas por la comarca que era el diablo quien moraba en la abadía. Así pues, fue obra del mismo Papa, la difusión de los rumores sobre la presencia de Satanás en el monasterio.
miércoles, 16 de septiembre de 2009
El remordimiento
"He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado."
J.L. Borges
domingo, 13 de septiembre de 2009
Un espíritu tutelar. Capítulo 3º: El monasterio.
A lo lejos, sobre una enorme peña, cortada a pico por tres de sus lados, y situada sobre un profundo desfiladero se divisaba la abadía. La imponente mole defensiva era del mismo color que la roca y en la lejanía, sus muros apenas se distinguían de las paredes de la peña que le servía de albergue.
- Desde aquí parece invisible, dije.
- Esa peculiaridad, dijo fray Alberto, es lo que más ha contribuido al aislamiento de este antiguo cenobio benedictino del Siglo IX. En épocas de conmociones y peligros la población de esta comarca siempre encontró refugio seguro, entre sus inexpugnables muros.
En presencia de la abadía fray Alberto parecía haber recuperado la locuacidad, continuó:
- El monasterio se ha mantenido siempre al margen de las vicisitudes sufridas por la orden de San Benito y por la propia Iglesia. Nunca se ha negado la acogida a nadie, ni a los enviados del Papa, ni a los del Emperador. Tampoco a quien buscaba aislamiento o protección siempre que estuviera dispuesto a contribuir al trabajo productivo. Jamás importó la regla o la obediencia que profesara. Durante cuatrocientos años el monasterio funcionó como una unidad autónoma, de economía cerrada. Los monjes vivieron, rezaron y trabajaron en sus cobertizos y huertos ajenos a cualquier contacto con la vida exterior. Sin embargo, los viajeros que se aventuraban por esta montañosa región podían guarecerse de las copiosas nevadas y de los ladrones de camino y los enfermos eran atendidos con caridad. La abadía alcanzó fama de albergar algunos de los hombres con conocimientos sanitarios más avanzados de la época y su biblioteca, fruto de la labor de copia y traducción de generaciones de monjes, fue reputada como la mejor en obras de medicina y de botánica, de cuantas existían en Europa.
Aquí se interrumpió fray Alberto y se quedó un tanto ensimismado, como meditando el alcance de su discurso.
Le pregunté por qué se refería al monasterio en pasado.
- Hace años que abandoné el lugar, y las cosas en la abadía han cambiado bastante desde entonces. Ahora, según tengo entendido –dijo sonriendo- parece que es gobernada por el mismo diablo. En la abadía han ocurrido hechos terroríficos y extraños, que las gentes de la comarca atribuyen a obra del maligno. ¿ Tú crees en estas cosas?.
- No, padre. Pero me gustaría saber, por qué se propalan estos rumores
- Siempre hubo una leyenda sobre la longevidad de los monjes de esta abadía; pero el rumor sobre la presencia del diablo, se extendió hace pocos años, cuando la peste se detuvo ante sus muros. Durante aquella época terrible, fueron muchos quienes acudieron al monasterio en busca de auxilio para sus males. Se produjeron algunas curaciones y se difundió la falsa noticia de que se había encontrado el remedio contra la enfermedad.
El año de tu nacimiento la plaga hacía estragos por todas partes. En Aviñón el contagio fue tan masivo, que las gentes huyeron de la corte papal. Perecieron dos tercios de la curia y la obsesión del Papa Clemente VI, llegó hasta el punto, de encerrarse durante meses en su cámara y hacerse rodear de grandes hogueras que ardían día y noche.
Llegó a Aviñón la noticia de que en un monasterio perdido de Los Alpes, se habían producido algunas curaciones; y el Papa dispuso de inmediato que partiera una legación en la que iban sus galenos y botánicos para averiguar que había de cierto. Igual proceder observó el Emperador. Y así a principios del verano siguiente, fray Guillermo de Guggisberg, el abad, se encontró en la tesitura de tener que albergar y atender simultáneamente a dos legaciones, que eran enemigas irreconciliables.
- Desde aquí parece invisible, dije.
- Esa peculiaridad, dijo fray Alberto, es lo que más ha contribuido al aislamiento de este antiguo cenobio benedictino del Siglo IX. En épocas de conmociones y peligros la población de esta comarca siempre encontró refugio seguro, entre sus inexpugnables muros.
En presencia de la abadía fray Alberto parecía haber recuperado la locuacidad, continuó:
- El monasterio se ha mantenido siempre al margen de las vicisitudes sufridas por la orden de San Benito y por la propia Iglesia. Nunca se ha negado la acogida a nadie, ni a los enviados del Papa, ni a los del Emperador. Tampoco a quien buscaba aislamiento o protección siempre que estuviera dispuesto a contribuir al trabajo productivo. Jamás importó la regla o la obediencia que profesara. Durante cuatrocientos años el monasterio funcionó como una unidad autónoma, de economía cerrada. Los monjes vivieron, rezaron y trabajaron en sus cobertizos y huertos ajenos a cualquier contacto con la vida exterior. Sin embargo, los viajeros que se aventuraban por esta montañosa región podían guarecerse de las copiosas nevadas y de los ladrones de camino y los enfermos eran atendidos con caridad. La abadía alcanzó fama de albergar algunos de los hombres con conocimientos sanitarios más avanzados de la época y su biblioteca, fruto de la labor de copia y traducción de generaciones de monjes, fue reputada como la mejor en obras de medicina y de botánica, de cuantas existían en Europa.
Aquí se interrumpió fray Alberto y se quedó un tanto ensimismado, como meditando el alcance de su discurso.
Le pregunté por qué se refería al monasterio en pasado.
- Hace años que abandoné el lugar, y las cosas en la abadía han cambiado bastante desde entonces. Ahora, según tengo entendido –dijo sonriendo- parece que es gobernada por el mismo diablo. En la abadía han ocurrido hechos terroríficos y extraños, que las gentes de la comarca atribuyen a obra del maligno. ¿ Tú crees en estas cosas?.
- No, padre. Pero me gustaría saber, por qué se propalan estos rumores
- Siempre hubo una leyenda sobre la longevidad de los monjes de esta abadía; pero el rumor sobre la presencia del diablo, se extendió hace pocos años, cuando la peste se detuvo ante sus muros. Durante aquella época terrible, fueron muchos quienes acudieron al monasterio en busca de auxilio para sus males. Se produjeron algunas curaciones y se difundió la falsa noticia de que se había encontrado el remedio contra la enfermedad.
El año de tu nacimiento la plaga hacía estragos por todas partes. En Aviñón el contagio fue tan masivo, que las gentes huyeron de la corte papal. Perecieron dos tercios de la curia y la obsesión del Papa Clemente VI, llegó hasta el punto, de encerrarse durante meses en su cámara y hacerse rodear de grandes hogueras que ardían día y noche.
Llegó a Aviñón la noticia de que en un monasterio perdido de Los Alpes, se habían producido algunas curaciones; y el Papa dispuso de inmediato que partiera una legación en la que iban sus galenos y botánicos para averiguar que había de cierto. Igual proceder observó el Emperador. Y así a principios del verano siguiente, fray Guillermo de Guggisberg, el abad, se encontró en la tesitura de tener que albergar y atender simultáneamente a dos legaciones, que eran enemigas irreconciliables.
sábado, 12 de septiembre de 2009
El mundo como representación.
Para los demás, nuestra vida es una mera representación, que solo pueden comprender guiándose por nuestra actitud. En sus relaciones, cada cual se ve obligado a adoptar una actitud y una apariencia que lo identifiquen y lo puedan hacer comprensible a los demás. El resto de lo que nos sucede, existe directamente sólo para nuestra conciencia. Aunque precisamente, es de la calidad de esta conciencia - del éxito que tengamos en sacrificar nuestras más bajas pasiones a otras más elevadas- de lo que depende que nuestra representación sea elegante y resulte agradable a los demás.
martes, 8 de septiembre de 2009
Un espíritu tutelar. Capítulo 2º: El Viaje
Fray Alberto, se dejó crecer el pelo, se tiñó la barba de blanco. Al llegar a un monasterio se servía de mí como lazarillo, y haciéndose pasar por el hermano Agustín de Orvieto, acudía a presentar sus respetos al abad. Nunca pasamos más de una noche en un monasterio, y después de casi dos semanas de viaje, de repente dejamos de frecuentarlos. Nuestro rumbo, hasta entonces tan errante, se decantó al Nordeste. Y a primeros de noviembre comenzamos a ascender las empinadas sendas de Los Alpes. No era la mejor época para transitar por estos parajes; llegó el frío, un viento cortante nos helaba el rostro y las manos y cada mañana se hacía más penosa nuestra travesía.
Un día, fray Alberto, se cortó el pelo y se rasuró la barba, su rostro volvía a ser el mismo con el que se presentó. Dijo que debíamos aprovisionarnos, para las dos próximas jornadas, pues íbamos a internarnos en la región más despoblada de Los Alpes y el camino era especialmente abrupto. De madrugada comenzamos a trepar por una estrecha senda que atravesaba un bosque de abetos, entre enormes paredes de roca ascendimos a los glaciares. En lo alto del puerto el aire se hizo más denso y desde la inmensa mole del Schalf comenzó a soplar un viento tocado por la mano de la nieve. Un turbante de nubes negras cubría la cumbre amenazando tormenta. Todo se volvió oscuro, y tuvimos mucha suerte en encontrar unos pastores que se afanaban en recoger el ganado. Aquella buena gente, nada más vernos, nos ofreció su hospitalidad. Me sorprendió, el modo afectuoso, casi familiar como fray Alberto los saludó, dirigiéndoseles en alemán. Tuve la impresión de que los conocía, o al menos, de que no ignoraba la existencia de esta cabaña. Nos acomodaron un lecho y nos hicieron sitio en su mesa. Fuera estalló la tormenta, fuertes ráfagas de viento cargadas de agua nieve golpeaban la cabaña. Nos sirvieron un caldo caliente, un trozo de carne asada, queso y un vaso de cerveza. Entre ellos y fray Alberto se entabló una animada conversación junto al fuego. Yo me dispuse a dormir, acurrucado en el blando lecho de lana. Mientras escuchaba el pavoroso zumbido del viento helado entre las rocas, pensaba en el valor de la comida, del abrigo y de la compañía, “bienes absolutos”, que por desgracia sólo apreciamos en su justa medida, cuando verdaderamente los necesitamos. Antes de caer en un profundo sueño, di gracias a Dios por cuanto nos había brindado aquella tarde.
Cuando me desperté era de día, el viento había cesado y un manto blanco cubría el paisaje. La nieve no desanimó a fray Alberto, que se despidió muy afectuosamente de los pastores. Estaba muy locuaz y parecía de buen humor. Me contó que había crecido en estas montañas y que ahora llegaríamos a un valle muy profundo, acaso el más apartado y aislado de Los Alpes. Sus habitantes eran hospitalarios y todas sus tierras muy fértiles pertenecían a la abadía de Sölden. Nos dirigíamos a la abadía, en la que siendo casi un niño, fray Alberto había profesado como monje; pero de todo esto, dijo, debes guardar absoluto secreto.
Así por perdidas sendas de montaña, nos fuimos internando en un profundo valle glaciar. Encontramos algunas casas de pastores y en una aldea, unas mujeres de edad avanzada se le quedaron mirando como queriendo reconocerlo. Fray Alberto, callaba y no levantaba la mirada. Poco antes del medio día comenzamos a subir por una senda de piedra que afrontaba directamente una fortísima pendiente y avanzaba colgada de una inmensa pared de roca que parecía poner término al valle. El peligro de tropezar y caer al vacío era tan evidente, que decidimos desmontar de las mulas. Después de un buen rato, la senda viró en escuadra y por un camino pedregoso llegamos a un collado, que resultaba invisible desde donde veníamos.
- Mira hacia el Norte, ¿ Distingues algo?.
A lo lejos, sobre una enorme peña, cortada a pico por tres de sus lados, y situada sobre un profundo desfiladero se divisaba la abadía. La imponente mole defensiva era del mismo color que la roca y en la lejanía, sus muros apenas se distinguían de las paredes de la peña que le servía de albergue.
Un día, fray Alberto, se cortó el pelo y se rasuró la barba, su rostro volvía a ser el mismo con el que se presentó. Dijo que debíamos aprovisionarnos, para las dos próximas jornadas, pues íbamos a internarnos en la región más despoblada de Los Alpes y el camino era especialmente abrupto. De madrugada comenzamos a trepar por una estrecha senda que atravesaba un bosque de abetos, entre enormes paredes de roca ascendimos a los glaciares. En lo alto del puerto el aire se hizo más denso y desde la inmensa mole del Schalf comenzó a soplar un viento tocado por la mano de la nieve. Un turbante de nubes negras cubría la cumbre amenazando tormenta. Todo se volvió oscuro, y tuvimos mucha suerte en encontrar unos pastores que se afanaban en recoger el ganado. Aquella buena gente, nada más vernos, nos ofreció su hospitalidad. Me sorprendió, el modo afectuoso, casi familiar como fray Alberto los saludó, dirigiéndoseles en alemán. Tuve la impresión de que los conocía, o al menos, de que no ignoraba la existencia de esta cabaña. Nos acomodaron un lecho y nos hicieron sitio en su mesa. Fuera estalló la tormenta, fuertes ráfagas de viento cargadas de agua nieve golpeaban la cabaña. Nos sirvieron un caldo caliente, un trozo de carne asada, queso y un vaso de cerveza. Entre ellos y fray Alberto se entabló una animada conversación junto al fuego. Yo me dispuse a dormir, acurrucado en el blando lecho de lana. Mientras escuchaba el pavoroso zumbido del viento helado entre las rocas, pensaba en el valor de la comida, del abrigo y de la compañía, “bienes absolutos”, que por desgracia sólo apreciamos en su justa medida, cuando verdaderamente los necesitamos. Antes de caer en un profundo sueño, di gracias a Dios por cuanto nos había brindado aquella tarde.
Cuando me desperté era de día, el viento había cesado y un manto blanco cubría el paisaje. La nieve no desanimó a fray Alberto, que se despidió muy afectuosamente de los pastores. Estaba muy locuaz y parecía de buen humor. Me contó que había crecido en estas montañas y que ahora llegaríamos a un valle muy profundo, acaso el más apartado y aislado de Los Alpes. Sus habitantes eran hospitalarios y todas sus tierras muy fértiles pertenecían a la abadía de Sölden. Nos dirigíamos a la abadía, en la que siendo casi un niño, fray Alberto había profesado como monje; pero de todo esto, dijo, debes guardar absoluto secreto.
Así por perdidas sendas de montaña, nos fuimos internando en un profundo valle glaciar. Encontramos algunas casas de pastores y en una aldea, unas mujeres de edad avanzada se le quedaron mirando como queriendo reconocerlo. Fray Alberto, callaba y no levantaba la mirada. Poco antes del medio día comenzamos a subir por una senda de piedra que afrontaba directamente una fortísima pendiente y avanzaba colgada de una inmensa pared de roca que parecía poner término al valle. El peligro de tropezar y caer al vacío era tan evidente, que decidimos desmontar de las mulas. Después de un buen rato, la senda viró en escuadra y por un camino pedregoso llegamos a un collado, que resultaba invisible desde donde veníamos.
- Mira hacia el Norte, ¿ Distingues algo?.
A lo lejos, sobre una enorme peña, cortada a pico por tres de sus lados, y situada sobre un profundo desfiladero se divisaba la abadía. La imponente mole defensiva era del mismo color que la roca y en la lejanía, sus muros apenas se distinguían de las paredes de la peña que le servía de albergue.
domingo, 6 de septiembre de 2009
Prelaciones
sábado, 5 de septiembre de 2009
Un espíritu tutelar: Presentación
Capítulo Primero. Presentación.
Mi nombre es Fabián y nací en Orvieto el mismo año que la Gran Peste se extendió por toda Europa. Desde los puertos del Mediterráneo la enfermedad avanzó hacia el Norte y asoló campos y ciudades. En Italia mató casi a la mitad de la población. Atacó por igual a jóvenes y a viejos, a pobres y a ricos, exterminó algunas familias, y respetó a otras, que permanecieron libres del mal, sin que nadie pudiera ofrecer la menor explicación. Se cebó especialmente en los monasterios y las iglesias, quizá porque eran los clérigos quienes se ocupaban de atender los enfermos. Hay quien creía llegado el final de los tiempos y por toda Italia, “los lolardos” propalaban la creencia en un castigo divino por la iniquidad y el lujo de Clemente VI y su corte de Aviñón.
No conocí a mis padres y como tantos otros me crié en la inclusa de un monasterio. Mi niñez estuvo llena de privaciones y considero un milagro haber sobrevivido a tantas penalidades. Con sólo siete años trabajaba desde el amanecer, lo mismo auxiliaba a los frailes en el traslado de los cadáveres a las fosas, que ayudaba en el huerto, en la cuadra, o en la cocina del monasterio, cuando me iba a la cama, estaba completamente agotado. Aún así podía considerarme afortunado, pues nunca me faltó una comida caliente y no me rozó la enfermedad.
Pasaron los años, los rebrotes de la peste se hicieron cada vez más débiles y menos frecuentes. La enfermedad se fue retirando de nuestra comarca y terminó su cosecha de organismos para la muerte. Recuerdo que entonces llegaron a curarse algunos enfermos, y que los remedios del hermano Agustín, el herbolario, un viejecito algo sordo, al que comenzaban a fatigársele las piernas, alcanzaron gran reputación en la comarca. Aumentó tanto su trabajo que decidió tomar a algunos chicos de la inclusa para ayudarle. Me gustó mucho el nuevo trabajo, disfrutaba andando todo el día por el monte y me preciaba de traer siempre las hierbas que me pedía. Llegué a ser su auxiliar predilecto; a su pupilaje debo lo que he aprendido y a su amistad el inicio de mi relación con fray Alberto de Isembrant.
Esta es la historia de aquellas pocas semanas que pasé con fray Alberto, una historia breve e intensa que se entrelazó con la de mi propia vida encarrilándola para siempre.
Trato de utilizar ahora mis recuerdos de aquellos sucesos vertiginosos, y ponerlos por escrito como hitos en la ruta de regreso hacia un momento determinado en el tiempo: Aquella lluviosa tarde de otoño, en la que un monje alto y encapuchado entró, sin previo anuncio, en la trastienda de la botica. Retiró la capucha parda con la que se protegía, y tras aguardar una mirada de reconocimiento del viejo herbolario, se fundió con él en un afectuoso abrazo. Era el abrazo de un padre y un hijo tras una larga ausencia. Recuerdo muy bien aquella primera tarde de octubre, yo acababa de cumplir dieciséis años y no podía presentir hasta que punto fray Alberto se uniría a mi destino para siempre.
Fray Alberto era un franciscano de unos cuarenta años, alto y proporcionado, su mirada franca y sus modales campechanos invitaban a la confianza. Tenía el pelo escaso y una barba entrecana muy recortada. Ante extraños suavizaba sus ademanes, entonces aunque era cortés se mostraba parco en palabras, y esta disposición a escuchar antes que a hablar, disfrazaba una cautelosa actitud de reserva. El hermano Agustín me contó que de joven, enseñó medicina en París y entonces pasaba por ser una de las cabezas más privilegiadas de la orden de San Francisco. A raíz de un oscuro episodio, que terminó con la detención y muerte de su maestro, abandonó la cátedra y se retiró con apenas veinticinco años.
Una mañana, fray Alberto entró en mi habitación y me preguntó si era cierto que quería ser médico.
- Así es Padre, contesté, algo azorado por esta atención.
- Necesito un ayudante, dispuesto a acompañarme en un largo viaje hacia el Norte. Me pregunto si estarías dispuesto a venirte conmigo. Concluido el viaje podrías quedarte en la Universidad de París, donde tengo algún buen amigo que estaría encantado de acogerte como pupilo.
Mi alegría era tan grande que no acertaba a responder. Fray Alberto me tendió la mano y mirándome fijamente dijo:
-No quiero ocultarte que el propósito de mi viaje es cumplir una delicada misión. Acompañándome asumes un riesgo, la misión puede ser peligrosa, por eso la mantengo en secreto. De ti espero la mayor discreción y la más absoluta reserva.
Asentí con la cabeza, completamente fascinado por la aventura y el misterio, que se desprendían de sus palabras.
- Si estás decidido, ve y despídete de fray Agustín, recoge tus cosas y prepara las mulas en la cuadra. Mañana salimos al amanecer.Así fue como comencé el más fascinante de los viajes que he realizado. Un lento peregrinar por algunas de las más famosas abadías del Norte de Italia.
Mi nombre es Fabián y nací en Orvieto el mismo año que la Gran Peste se extendió por toda Europa. Desde los puertos del Mediterráneo la enfermedad avanzó hacia el Norte y asoló campos y ciudades. En Italia mató casi a la mitad de la población. Atacó por igual a jóvenes y a viejos, a pobres y a ricos, exterminó algunas familias, y respetó a otras, que permanecieron libres del mal, sin que nadie pudiera ofrecer la menor explicación. Se cebó especialmente en los monasterios y las iglesias, quizá porque eran los clérigos quienes se ocupaban de atender los enfermos. Hay quien creía llegado el final de los tiempos y por toda Italia, “los lolardos” propalaban la creencia en un castigo divino por la iniquidad y el lujo de Clemente VI y su corte de Aviñón.
No conocí a mis padres y como tantos otros me crié en la inclusa de un monasterio. Mi niñez estuvo llena de privaciones y considero un milagro haber sobrevivido a tantas penalidades. Con sólo siete años trabajaba desde el amanecer, lo mismo auxiliaba a los frailes en el traslado de los cadáveres a las fosas, que ayudaba en el huerto, en la cuadra, o en la cocina del monasterio, cuando me iba a la cama, estaba completamente agotado. Aún así podía considerarme afortunado, pues nunca me faltó una comida caliente y no me rozó la enfermedad.
Pasaron los años, los rebrotes de la peste se hicieron cada vez más débiles y menos frecuentes. La enfermedad se fue retirando de nuestra comarca y terminó su cosecha de organismos para la muerte. Recuerdo que entonces llegaron a curarse algunos enfermos, y que los remedios del hermano Agustín, el herbolario, un viejecito algo sordo, al que comenzaban a fatigársele las piernas, alcanzaron gran reputación en la comarca. Aumentó tanto su trabajo que decidió tomar a algunos chicos de la inclusa para ayudarle. Me gustó mucho el nuevo trabajo, disfrutaba andando todo el día por el monte y me preciaba de traer siempre las hierbas que me pedía. Llegué a ser su auxiliar predilecto; a su pupilaje debo lo que he aprendido y a su amistad el inicio de mi relación con fray Alberto de Isembrant.
Esta es la historia de aquellas pocas semanas que pasé con fray Alberto, una historia breve e intensa que se entrelazó con la de mi propia vida encarrilándola para siempre.
Trato de utilizar ahora mis recuerdos de aquellos sucesos vertiginosos, y ponerlos por escrito como hitos en la ruta de regreso hacia un momento determinado en el tiempo: Aquella lluviosa tarde de otoño, en la que un monje alto y encapuchado entró, sin previo anuncio, en la trastienda de la botica. Retiró la capucha parda con la que se protegía, y tras aguardar una mirada de reconocimiento del viejo herbolario, se fundió con él en un afectuoso abrazo. Era el abrazo de un padre y un hijo tras una larga ausencia. Recuerdo muy bien aquella primera tarde de octubre, yo acababa de cumplir dieciséis años y no podía presentir hasta que punto fray Alberto se uniría a mi destino para siempre.
Fray Alberto era un franciscano de unos cuarenta años, alto y proporcionado, su mirada franca y sus modales campechanos invitaban a la confianza. Tenía el pelo escaso y una barba entrecana muy recortada. Ante extraños suavizaba sus ademanes, entonces aunque era cortés se mostraba parco en palabras, y esta disposición a escuchar antes que a hablar, disfrazaba una cautelosa actitud de reserva. El hermano Agustín me contó que de joven, enseñó medicina en París y entonces pasaba por ser una de las cabezas más privilegiadas de la orden de San Francisco. A raíz de un oscuro episodio, que terminó con la detención y muerte de su maestro, abandonó la cátedra y se retiró con apenas veinticinco años.
Una mañana, fray Alberto entró en mi habitación y me preguntó si era cierto que quería ser médico.
- Así es Padre, contesté, algo azorado por esta atención.
- Necesito un ayudante, dispuesto a acompañarme en un largo viaje hacia el Norte. Me pregunto si estarías dispuesto a venirte conmigo. Concluido el viaje podrías quedarte en la Universidad de París, donde tengo algún buen amigo que estaría encantado de acogerte como pupilo.
Mi alegría era tan grande que no acertaba a responder. Fray Alberto me tendió la mano y mirándome fijamente dijo:
-No quiero ocultarte que el propósito de mi viaje es cumplir una delicada misión. Acompañándome asumes un riesgo, la misión puede ser peligrosa, por eso la mantengo en secreto. De ti espero la mayor discreción y la más absoluta reserva.
Asentí con la cabeza, completamente fascinado por la aventura y el misterio, que se desprendían de sus palabras.
- Si estás decidido, ve y despídete de fray Agustín, recoge tus cosas y prepara las mulas en la cuadra. Mañana salimos al amanecer.Así fue como comencé el más fascinante de los viajes que he realizado. Un lento peregrinar por algunas de las más famosas abadías del Norte de Italia.
jueves, 3 de septiembre de 2009
¡Vanitas, vanitatis!
martes, 1 de septiembre de 2009
Esto es amor
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
aspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado mortal, difunto, vivo,
leal traidor, cobarde, animoso;
No hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugutivo,
satisfecho ofendido, receloso;
Huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
Creer rque el cielo en un infierno cabe
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
(Felix Lope de Vega)
¿Rogarla?, ¿ dedeñarla?, ¿huirme?
¿seguirla?, ¿defenderse?, ¿asirla? ¿ airarse?
¿ y a pesuasiones mil mostrarse firme?.
¿Tenerla bien?, ¿probar a desasirme?
¿luchar entre sus brazos y enojarse?
¿besarle a su pesar y ella agraviarse?
¿probar y no poder, a despedirme?
¿Decidme agravios?, ¿reprenderme el gusto?
¿ Y el fin a baterías de mi prisa,
dejar el ceño?, ¿ no mostrar disgusto?
¿Consentir que le aparte la camisa?
¿hallarlo limpio y encajarlo justo?.
Esto es amor y lo demás risa.
Esto es amor y lo demás risa.
(Francisco de Quevedo)
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