PILATOS
A primera hora de una mañana demasiado calurosa para mediados del mes primaveral, con un manto blanco forrado de rojo sangre apareció en la columnata exterior del palacio del Pretorio Poncio Pilatos, Quinto Procurador de Judea. Era un hombre corpulento que arrastraba los pies al andar, con la piel amarillenta y esa expresión inequívoca que deja en la cara la enfermedad. Junto a la fuente, en el único ángulo sombreado del atrio estaba preparado un sillón militar. El procurador sin mirar a nadie, tomó asiento y alargó una mano en la que el secretario puso respetuosamente un pergamino. Echo una ojeada y con una mueca de fastidio preguntó:
- ¿ Que es ese jaleo ahí fuera?.
El Sanhedrín ha convocado a la plebe frente al palacio. Formula acusación en este caso, aunque ninguno de los sacerdotes ha llegado todavía, siendo víspera de pascua, prefieren no entrar en el Pretorio.
- Veo sin embargo, que el acusado es de Galilea. ¿ha comunicado el asunto al Tetrarca?
- Sí, Procurador, dijo el Secretario.
- ¿ Qué dice?.
- Se ha negado a dar su veredicto, sobre este caso y ha enviado la sentencia del Sanhedrín para su confirmación.
Una convulsión desfiguró la cara del procurador, se tocó la frente, estaba caliente, era evidente que tenía fiebre. Dijo en voz baja, que traigan al acusado.
Trató de aliviarse un poco, mojando su pañuelo en el plato de la fuente. Apenas se escuchaba el murmullo del agua, pues desde primera hora de la mañana, torturaba sus oídos el molesto zumbido de la multitud que iba agolpándose en la plaza. A lo lejos, una espesa calima cubría las colinas en torno a Jerusalén, este calor tan sofocante, presagiaba una fuerte tormenta por la tarde.
Añoraba la frescura de la primavera en la hermosa Sicilia, su tierra natal. Lamentaba no haber hecho caso a su mujer y haberse marchado, cuando todavía estaba a tiempo. Ahora el viejo Cesar había enloquecido y se había encerrado en la isla de Cáprea; su desconfianza llegaba hasta el extremo de interpretar todo cambio, como fruto de una conjura, toda visita como una amenaza. En su fobia persecutoria había dado sobradas muestras de su demencia y de su crueldad. Nadie que se acercara, o fuera llamado a Cáprea tenía garantías de salir indemne. Cerró los ojos y sé vio veinte años más joven, cabalgando sobre un pura sangre siciliano, en medio de esos inmensos trigales de la isla, que mece el viento primaveral igual que a las olas del mar. Había sido un buen jinete, durante la guerra en Germania, ganó una lanza de oro y se distinguió al mando de la caballería. Y sin embargo, ninguno de sus hijos le había sobrevivido, ni le había dado nietos a quienes enseñar a montar. Sólo le quedaba este dolor sordo, profundo, clavado en sus entrañas que no admitía réplica. Sufrió un escalofrío, estaba seguro de que pronto moriría; al menos no tendría que soportar otro asfixiante verano en Jerusalén.
Dos legionarios entraron en el jardín y trajeron ante el procurador a un joven de entre veinticinco y treinta años. El joven vestía una túnica rota azul clara, le cubría la cabeza una banda blanca, sujeta por un trozo de cuero y llevaba las manos atadas. Bajo el ojo izquierdo tenía una gran moradura y junto a la boca un arañazo con sangre seca. A pesar de mantener los ojos casi cerrados como si le molestara la luz, el joven miraba al Procurador con intensa curiosidad.
Éste permaneció un instante callado y con voz monótona, dijo en arameo:
- ¿Eres tú quien se ha proclamado rey de los judíos y ha incitado al pueblo a que destruya el templo de Jerusalén?.
El joven de las manos atadas dio un paso hacia delante y exclamó:
- Buen hombre! Créeme...
El Procurador le interrumpió sin moverse y sin levantar la voz.
- ¿Me llamas a mí buen hombre?. Te equivocas. En toda Jerusalén se dice que soy un monstruo espantoso; ¡juzga tú mismo! Y añadió: Que venga el centurión de la guardia.
Un soldado alto y fornido como un gladiador, con la cara cortada por un tajo, se presentó ante el procurador.
El Procurador se dirigió al centurión en latín:
- El reo me ha llamado “buen hombre”, llévatelo un momento y explícale como hay que hablar conmigo.
El centurión hizo un gesto con la mano al arrestado para que le siguiera. Se oyeron los pasos de las botas del centurión en el mosaico del palacio.
Al procurador comenzó a dolerle la cabeza, ya no le aliviaba ponerse en la frente el pañuelo mojado. Después de veinte años en Jerusalén, no había un solo judío a quien pudiera considerar de verdad su amigo. ¿Qué se puede esperar de un pueblo, que rehusa todo contacto con los extranjeros durante la fiesta de pascua, por miedo a quedar impuro?. Estaba harto del fanatismo religioso, del orgullo, de las continuas rencillas en las que era imposible mediar, de las insidias de los fariseos y de las intrigas de los príncipes y sacerdotes en la isla de Cáprea. Odiaba con todo su corazón a los judíos.
Después de conducir al detenido al interior del Pretorio, el centurión tomo prestado un látigo a un legionario y le dio un golpe al arrestado en el hombro. El movimiento pareció ligero, pero el hombre atado se derrumbó, como si le hubieran cortado las piernas. Se quedó sin respiración, su rostro perdió el color y sus ojos la expresión. Sin mucho esfuerzo, el centurión lo levantó del suelo y con lentitud articuló, torpemente en arameo:
- Al Procurador se le llama Excelencia. Otras palabras no se dicen. Se está firme. ¿ Me has comprendido o te pego otra vez?.
El detenido se tambaleó, pero finalmente logró dominarse, le volvió la respiración y el color de la cara y respondió, con la voz apagada:
-Te he comprendido. No me pegues.
Enseguida volvió a ser llevado ante el procurador.
- Nombre, dijo el Procurador.
- Joshua, respondió el arrestado.
- ¿Tienes apodo?.
- No.
- ¿ De dónde eres?.
- De Nazareth.
- ¿Qué sangre tienes?.
- No lo sé seguro, Excelencia, no llegue a conocer a mi padre.
- ¿Dónde vives?
- No tengo domicilio fijo, dijo el detenido tímidamente: Viajo de una ciudad a otra.
- ¡Veo que sabes decir las cosas!. Eso se puede decir con una sola palabra: “eres un vagabundo”.
- ¿Tienes parientes, o mujer?.
- Estoy solo.
- ¿ Sabes leer?.
- Sí.
- ¿Hablas otros idiomas, a parte del arameo?.
- No suelo hablar más que en arameo, aunque, puedo comprender cualquier idioma, pues me es dado leer en el corazón de los hombres.
El procurador elevó despectivamente la ceja izquierda, mostrando un párpado hinchado y enrojecido al arrestado. Y dijo:
- Además de vagabundo, eres un iluminado; mira bien lo qué dices, pues si te pillo en otras mentiras te haré corregir en el acto. Y dirigiéndose de repente en griego, al acusado le preguntó: ¿Eres tú quien ha incitado al pueblo a destruir el templo y se ha proclamado rey de los judíos?.
Una golondrina se descolgó desde el alero dorado de la columnata y tomo un poco de agua del plato de la fuente, al desplegar el vuelo una ráfaga de brisa fresca penetró en al atrio y movió los pliegues de la túnica del reo. Éste pareció recobrar la serenidad y con una voz profunda y armoniosa, que no había usado hasta entonces, respondió en griego.
- Yo Excelencia, jamás he pensado destruir el templo y jamás he incitado a nadie a cometer esa absurda acción. Lo que ocurre es que esos buenos hombres que me acusan no han entendido nada. Por eso obran mal.
El secretario levantó la cabeza completamente sorprendido, el acusado hablaba el griego Occidental de Sicilia, en la misma entonación que el Procurador; consideró prudente dejar de escribir.
- ¿ Llamas buenos hombres a esos fariseos y a los sacerdotes del Sanhedrín que piden tu muerte?.
- Sí, buen... y se interrumpió, Si Excelencia. Ellos no saben lo que hacen.
- ¿El centurión que acaba de golpearte es también un buen hombre?.
- Sí, lo que ocurre es que se siente deforme y desgraciado, y sufre por ese motivo.
- ¿Entonces crees que quien obra mal, no sabe lo que hace?
- Así es Excelencia, no hay hombres malos en la Tierra, solo ignorantes y desgraciados. Y debemos perdonarlos a todos, para que puedan demostrarlo.
- Es la primera vez que lo oigo, dijo Pilatos, sonriendo. ¡Puede que no conozca suficientemente la vida!. ¿Has leído todo eso en un libro griego?.
- No, he llegado a eso por mí mismo.
Pilatos se quedó mirando al detenido, su cuerpo parecía frágil, y desde luego, para un militar, no era el prototipo de belleza viril y sin embargo, en su mirada, en el timbre armonioso de su voz, en la convicción que ponía en sus palabras, había algo extrañamente atractivo. Algo que invitaba a seguir hablando con él, a confiarle nuestra intimidad. Se le ocurrió que quizá era este don de palabra, esta facilidad para llegar al corazón de las gentes, lo que verdaderamente temían los fariseos del Sanhedrín.
- Gente muy distinta se reúne en esta ciudad para la fiesta, entre ellos hay magos, astrólogos, adivinos y asesinos, decía el procurador con voz monótona. También hay embaucadores de la plebe y mentirosos: hay diez testigos que te han oído proclamarte “rey de los judíos”.
- Es cierto Excelencia, soy el rey de los judíos, pero mi reino no es de este mundo, sino el reino de la verdad.
- ¿ Y qué sabes tú de la verdad, vagabundo, de la que no tienes ni idea?.
¿ Qué es la verdad?. Y se arrepintió nada mas decirlo, de haber hecho esta pregunta. Pensó le estoy preguntando cosas que nada tienen que ver con la investigación. Se tocó la frente y seguía ardiendo, está claro, la enfermedad me nubla la inteligencia y no podré soportar otro verano más esta terrible enfermedad.
- La verdad, dijo el joven, es que te duele tanto la cabeza, que dudas si tendrás fuerzas suficientes para seguir este interrogatorio. Verdad es que estás solo y enfermo, que puedes morir en esta tierra hostil, a la que odias con todas tus fuerzas y no volver a ver jamás Sicilia, la isla que te vio nacer, que es lo que más deseas en el mundo.
El Secretario levantó la cabeza y dejó de escribir, no daba crédito a sus oídos, conocía demasiado a Pilatos y ahora trataba de imaginar en qué retorcida forma aparecería la ira del impulsivo Procurador, tras oír tales impertinencias. Sin embargo, Pilatos permanecía absorto, como paralizado por lo que acababa de escuchar. El joven nazareno prosiguió:
- Pero tu tormento pasará pronto, pasará la fiebre y olvidarás por hoy tú dolor, y acercándose al procurador, ante la completa pasividad de la guardia, puso sus manos sobre la cabeza de Poncio Pilatos y dijo: Ya ves todo ha terminado.
Después de un minuto de embarazoso silencio, Pilatos pareció despertar de un profundo sueño, el aspecto de su cara era mucho más saludable y con una voz ronca y cascada que no parecía la suya, dijo en latín:
- Que le desaten las manos.
Un legionario de la escolta dio un golpe con la lanza, se la pasó a otro, se acercó y desató las cuerdas del preso.
El Secretario enrolló el pergamino, decidido a no volver a escribir y a no asombrarse de nada.
- Confiesa, dijo Pilatos en griego y bajando mucho la voz, ¿eres un gran médico?.
- No procurador, no soy médico respondió el preso, frotándose con gusto las muñecas hinchadas y enrojecidas.
- ¿ Cómo has podido saber que lo que más deseo es volver a Sicilia?.
- Creo haber dicho Excelencia, que se me otorgó el don de leer en el corazón de los hombres.
El Procurador estaba completamente asombrado y confuso, se le alcanzaba el motivo de la inquina del Sanhedrin contra este joven, comprendía la prisa del intrigante Caifás por deshacerse de él a toda costa. Y en su fuero interno deseó impedirlo.
- Es eso todo lo que hay sobre él, preguntó Pilatos al Secretario.
- No desgraciadamente, dijo el Secretario y tendió ante el procurador otro pergamino más amplio. Esta es la acusación formal que ha presentado conjuntamente José Caifás como Sumo Sacerdote y Presidente del Sanhedrin y el legado de Tiberio en la Legión de Judea.
Leyó Pilatos la acusación y le pareció que la sangre se le agolpaba en las sienes y los pómulos se le encendieron de puro rojo.
- ¿Conoces a un tal Judas Iscariote? ¿Qué le has contado sobre el Cesar?
- Fue así explicó el preso con disposición: anteanoche conocí junto al templo a un joven que dijo llamarse Judas. Me invitó a su casa y me convidó.
- ¿Un buen hombre? Preguntó Pilatos, con la rabia brillándole en los ojos.
- Era un hombre bueno, y curioso- afirmó el preso. En el banquete había mucha gente, manifestó gran interés hacia mis ideas y me agasajó amablemente.
- Encendió los candiles y todo..., dijo el Procurador entre dientes, imitando el tono maravillado del preso, mientras sus ojos brillaban cada vez más.
- Sí siguió Joshua, algo sorprendido por lo bien informado que estaba el Procurador. Solicitó mi opinión sobre el poder político, esta cuestión le interesaba especialmente.
- ¡Ya lo creo que le interesaba!. Y entonces ¿qué dijiste?. Preguntó Pilatos con un tono que no expresaba ya ninguna esperanza.
- Dije que cualquier poder es un acto de violencia contra el hombre y que llegará un día que no existirá el poder, ni el de los Césares, ni el de ningún otro, porque el hombre formará parte del reino de la verdad y de la justicia, donde no es necesario ningún poder.
- ¡ Sigue!.
- Después no dije nada más, concluyó el preso; llegaron unos hombres y me condujeron a la cárcel.
Pilatos no pudo reprimir un acceso de cólera y dirigiéndose al detenido le preguntó a gritos. ¿ Y tú crees desgraciado, que acaso llegará ese reino en alguna parte?.
- Yo creo que ese reino ya ha llegado, precisamente yo he venido a proclamarlo. Ese reino habita en mi corazón y en el de todos aquellos que han escuchado mis palabras y me han seguido. Ha sido fundado sobre la compasión y del amor, incluso a los enemigos. Quien vive en él, vivirá para siempre.
Pilatos hubiera querido gritarle iluso, desdichado y hasta abofetear al joven profeta. A sus sesenta años creía conocer el mundo lo suficiente para saber lo difícil que era conseguir implantar un mínimo de orden que permitiera vivir de un modo civilizado. Definitivamente ese reino no se realizaría en la tierra. Se contuvo, porque en el atrio se había presentado su ayudante, para informarle de que Caifás esperaba en la antesala el resultado de su veredicto.
En sus veinte años de gobierno en Judea, había conocido muchísimos profetas, locos y visionarios de todo tipo; Jerusalén era una de sus mejores canteras, los producía por docenas. Pero había algo en el mensaje del joven nazareno, en la forma de proclamar la verdad de la compasión en el corazón humano, la necesidad del perdón hasta para los enemigos, que era capaz de traspasar las pieles más duras y llegar al interior. En su curtida alma de político, intuía que las palabras de este joven, no se olvidarían nunca. Que tenían la fuerza necesaria para renovarse en el espíritu humano una y otra vez, de generación en generación, hasta el final de los tiempos. ¿ Sería esto la inmortalidad?.
Pensó en la triste suerte que esperaba al reo, después del giro que Caifás había dado a la acusación al introducir en el proceso al propio legado de Tiberio en la legión, como si se tratara de un delito de rebelión contra Roma.. Y a modo de despedida, sin atreverse a mirar a los ojos al preso dijo:
- Temo que no está en mi mano cambiar tu destino.
- Tú los has dicho, contestó el preso, mi destino hace mucho que está escrito.
Una frase sin duda enigmática que en aquellos momentos de tribulación pasó completamente desapercibida para el Procurador.
Pilatos mandó que se llevaran al preso y subió a la azotea superior del palacio, pertrechado con capucha para protegerse del sol. Sólo para incomodarlo, hizo subir a Caifás y le hizo esperar unos minutos a pleno sol, mientras contemplaba el odiado panorama de Jerusalén. Las tortuosas calles de casas abigarradas, sus inseguros puentes colgantes, sus fortalezas privadas y el templo, ese montón de mármol imposible de describir, cubierto por láminas de rutilantes escamas doradas de dragón, en lugar de tejado. Abajo podía percibirse el zumbido sordo de la multitud en la plaza, sobre el que de vez en cuando se alzaban los gritos y gemidos de la plebe.
El Procurador, consciente del temor de Caifás a quedar impuro, buscó el contacto físico en el saludo al gran sacerdote, tratando de palmearle la espalda y lo invitó a que compareciera frente a la plebe en el gran balcón del palacio, donde podría resguardarse del implacable sol. Pero Caifás se excusó con delicadeza, explicando, como si el procurador, no lo supiera de sobra y lo oyera por primera vez, que no podía hacerlo en vísperas de la fiesta.
Pilatos llevaba la cabeza cubierta con la capucha y Caifás, tratando de terminar con aquella molesta situación abordó el tema sin preámbulos:
- ¿Su excelencia ha dictado veredicto, en la sentencia que le ha sido sometida a su aprobación?
- Estimado Pontífice, he examinado al reo y en su conducta no hallo delito alguno merecedor de la muerte. Si os ha ofendido en algo, creo que con una corrección será suficiente.
- Pero Caifás esperaba esta respuesta y tenía bien estudiada la suya. Comprendo que el Procurador de Roma, no considere digno de una condena a muerte, la blasfemia y el sacrilegio contra la religión judía, incluso sé que podría llegar a pasar por alto el alboroto y la provocación a la autoridad hebrea, a fin de cuentas, siempre sería un buen pretexto para blandir la espada contra los revoltosos hebreos. Ahora bien, nos preguntamos en el Sanhedrín como recibirá el Cesar, si es que la sentencia de muerte, no es confirmada, la desautorización pública ante la plebe y las autoridades locales de su legado, en un caso tan señalado, de lesa majestad y de incitación a la rebelión contra Roma.
- Observo, con notable sorpresa que conocéis de antemano el veredicto de la plebe. Sin embargo os hago notar, que no he dicho en ningún momento, que no vaya a aprobar la sentencia de muerte contra Joshua. Sólo quiero saber si el Sanhedrín, ha considerado que este joven, no es un delincuente, sino un pacífico idealista, un visionario, que no ha hecho daño a nadie. Ya que el Sanhedrín podría otorgarle su indulto de la Pascua, antes que a Barrabás convicto del asesinato de varias personas.
- Comprendiendo el valor de la indicación del Procurador de Roma, debo comunicar a su Excelencia, que el Sanhedrín ha deliberado este caso con muchísimo detenimiento, y ha decido otorgar el indulto a Barrabás.
El Procurador insistió para que se cambiara el indulto en favor del Nazareno. A la hora del mediodía, y en el balcón del palacio del Pretorio, ante la plebe de Jerusalén que gritaba histéricamente “salvad a Barrabás, entréganos a Joshua”, Poncio Pilatos representó ese breve y triste papel que le ha asignado la historia. Y tuvo que preguntar por tres veces a la chusma, y quiso que le vieran lavarse las manos antes de entregar al nazareno, y a él se le atribuye una profética maldición sobre el pueblo hebreo: “la sangre de este justo caiga sobre vosotros”. ¿O no fue así?.
- ¿ Que es ese jaleo ahí fuera?.
El Sanhedrín ha convocado a la plebe frente al palacio. Formula acusación en este caso, aunque ninguno de los sacerdotes ha llegado todavía, siendo víspera de pascua, prefieren no entrar en el Pretorio.
- Veo sin embargo, que el acusado es de Galilea. ¿ha comunicado el asunto al Tetrarca?
- Sí, Procurador, dijo el Secretario.
- ¿ Qué dice?.
- Se ha negado a dar su veredicto, sobre este caso y ha enviado la sentencia del Sanhedrín para su confirmación.
Una convulsión desfiguró la cara del procurador, se tocó la frente, estaba caliente, era evidente que tenía fiebre. Dijo en voz baja, que traigan al acusado.
Trató de aliviarse un poco, mojando su pañuelo en el plato de la fuente. Apenas se escuchaba el murmullo del agua, pues desde primera hora de la mañana, torturaba sus oídos el molesto zumbido de la multitud que iba agolpándose en la plaza. A lo lejos, una espesa calima cubría las colinas en torno a Jerusalén, este calor tan sofocante, presagiaba una fuerte tormenta por la tarde.
Añoraba la frescura de la primavera en la hermosa Sicilia, su tierra natal. Lamentaba no haber hecho caso a su mujer y haberse marchado, cuando todavía estaba a tiempo. Ahora el viejo Cesar había enloquecido y se había encerrado en la isla de Cáprea; su desconfianza llegaba hasta el extremo de interpretar todo cambio, como fruto de una conjura, toda visita como una amenaza. En su fobia persecutoria había dado sobradas muestras de su demencia y de su crueldad. Nadie que se acercara, o fuera llamado a Cáprea tenía garantías de salir indemne. Cerró los ojos y sé vio veinte años más joven, cabalgando sobre un pura sangre siciliano, en medio de esos inmensos trigales de la isla, que mece el viento primaveral igual que a las olas del mar. Había sido un buen jinete, durante la guerra en Germania, ganó una lanza de oro y se distinguió al mando de la caballería. Y sin embargo, ninguno de sus hijos le había sobrevivido, ni le había dado nietos a quienes enseñar a montar. Sólo le quedaba este dolor sordo, profundo, clavado en sus entrañas que no admitía réplica. Sufrió un escalofrío, estaba seguro de que pronto moriría; al menos no tendría que soportar otro asfixiante verano en Jerusalén.
Dos legionarios entraron en el jardín y trajeron ante el procurador a un joven de entre veinticinco y treinta años. El joven vestía una túnica rota azul clara, le cubría la cabeza una banda blanca, sujeta por un trozo de cuero y llevaba las manos atadas. Bajo el ojo izquierdo tenía una gran moradura y junto a la boca un arañazo con sangre seca. A pesar de mantener los ojos casi cerrados como si le molestara la luz, el joven miraba al Procurador con intensa curiosidad.
Éste permaneció un instante callado y con voz monótona, dijo en arameo:
- ¿Eres tú quien se ha proclamado rey de los judíos y ha incitado al pueblo a que destruya el templo de Jerusalén?.
El joven de las manos atadas dio un paso hacia delante y exclamó:
- Buen hombre! Créeme...
El Procurador le interrumpió sin moverse y sin levantar la voz.
- ¿Me llamas a mí buen hombre?. Te equivocas. En toda Jerusalén se dice que soy un monstruo espantoso; ¡juzga tú mismo! Y añadió: Que venga el centurión de la guardia.
Un soldado alto y fornido como un gladiador, con la cara cortada por un tajo, se presentó ante el procurador.
El Procurador se dirigió al centurión en latín:
- El reo me ha llamado “buen hombre”, llévatelo un momento y explícale como hay que hablar conmigo.
El centurión hizo un gesto con la mano al arrestado para que le siguiera. Se oyeron los pasos de las botas del centurión en el mosaico del palacio.
Al procurador comenzó a dolerle la cabeza, ya no le aliviaba ponerse en la frente el pañuelo mojado. Después de veinte años en Jerusalén, no había un solo judío a quien pudiera considerar de verdad su amigo. ¿Qué se puede esperar de un pueblo, que rehusa todo contacto con los extranjeros durante la fiesta de pascua, por miedo a quedar impuro?. Estaba harto del fanatismo religioso, del orgullo, de las continuas rencillas en las que era imposible mediar, de las insidias de los fariseos y de las intrigas de los príncipes y sacerdotes en la isla de Cáprea. Odiaba con todo su corazón a los judíos.
Después de conducir al detenido al interior del Pretorio, el centurión tomo prestado un látigo a un legionario y le dio un golpe al arrestado en el hombro. El movimiento pareció ligero, pero el hombre atado se derrumbó, como si le hubieran cortado las piernas. Se quedó sin respiración, su rostro perdió el color y sus ojos la expresión. Sin mucho esfuerzo, el centurión lo levantó del suelo y con lentitud articuló, torpemente en arameo:
- Al Procurador se le llama Excelencia. Otras palabras no se dicen. Se está firme. ¿ Me has comprendido o te pego otra vez?.
El detenido se tambaleó, pero finalmente logró dominarse, le volvió la respiración y el color de la cara y respondió, con la voz apagada:
-Te he comprendido. No me pegues.
Enseguida volvió a ser llevado ante el procurador.
- Nombre, dijo el Procurador.
- Joshua, respondió el arrestado.
- ¿Tienes apodo?.
- No.
- ¿ De dónde eres?.
- De Nazareth.
- ¿Qué sangre tienes?.
- No lo sé seguro, Excelencia, no llegue a conocer a mi padre.
- ¿Dónde vives?
- No tengo domicilio fijo, dijo el detenido tímidamente: Viajo de una ciudad a otra.
- ¡Veo que sabes decir las cosas!. Eso se puede decir con una sola palabra: “eres un vagabundo”.
- ¿Tienes parientes, o mujer?.
- Estoy solo.
- ¿ Sabes leer?.
- Sí.
- ¿Hablas otros idiomas, a parte del arameo?.
- No suelo hablar más que en arameo, aunque, puedo comprender cualquier idioma, pues me es dado leer en el corazón de los hombres.
El procurador elevó despectivamente la ceja izquierda, mostrando un párpado hinchado y enrojecido al arrestado. Y dijo:
- Además de vagabundo, eres un iluminado; mira bien lo qué dices, pues si te pillo en otras mentiras te haré corregir en el acto. Y dirigiéndose de repente en griego, al acusado le preguntó: ¿Eres tú quien ha incitado al pueblo a destruir el templo y se ha proclamado rey de los judíos?.
Una golondrina se descolgó desde el alero dorado de la columnata y tomo un poco de agua del plato de la fuente, al desplegar el vuelo una ráfaga de brisa fresca penetró en al atrio y movió los pliegues de la túnica del reo. Éste pareció recobrar la serenidad y con una voz profunda y armoniosa, que no había usado hasta entonces, respondió en griego.
- Yo Excelencia, jamás he pensado destruir el templo y jamás he incitado a nadie a cometer esa absurda acción. Lo que ocurre es que esos buenos hombres que me acusan no han entendido nada. Por eso obran mal.
El secretario levantó la cabeza completamente sorprendido, el acusado hablaba el griego Occidental de Sicilia, en la misma entonación que el Procurador; consideró prudente dejar de escribir.
- ¿ Llamas buenos hombres a esos fariseos y a los sacerdotes del Sanhedrín que piden tu muerte?.
- Sí, buen... y se interrumpió, Si Excelencia. Ellos no saben lo que hacen.
- ¿El centurión que acaba de golpearte es también un buen hombre?.
- Sí, lo que ocurre es que se siente deforme y desgraciado, y sufre por ese motivo.
- ¿Entonces crees que quien obra mal, no sabe lo que hace?
- Así es Excelencia, no hay hombres malos en la Tierra, solo ignorantes y desgraciados. Y debemos perdonarlos a todos, para que puedan demostrarlo.
- Es la primera vez que lo oigo, dijo Pilatos, sonriendo. ¡Puede que no conozca suficientemente la vida!. ¿Has leído todo eso en un libro griego?.
- No, he llegado a eso por mí mismo.
Pilatos se quedó mirando al detenido, su cuerpo parecía frágil, y desde luego, para un militar, no era el prototipo de belleza viril y sin embargo, en su mirada, en el timbre armonioso de su voz, en la convicción que ponía en sus palabras, había algo extrañamente atractivo. Algo que invitaba a seguir hablando con él, a confiarle nuestra intimidad. Se le ocurrió que quizá era este don de palabra, esta facilidad para llegar al corazón de las gentes, lo que verdaderamente temían los fariseos del Sanhedrín.
- Gente muy distinta se reúne en esta ciudad para la fiesta, entre ellos hay magos, astrólogos, adivinos y asesinos, decía el procurador con voz monótona. También hay embaucadores de la plebe y mentirosos: hay diez testigos que te han oído proclamarte “rey de los judíos”.
- Es cierto Excelencia, soy el rey de los judíos, pero mi reino no es de este mundo, sino el reino de la verdad.
- ¿ Y qué sabes tú de la verdad, vagabundo, de la que no tienes ni idea?.
¿ Qué es la verdad?. Y se arrepintió nada mas decirlo, de haber hecho esta pregunta. Pensó le estoy preguntando cosas que nada tienen que ver con la investigación. Se tocó la frente y seguía ardiendo, está claro, la enfermedad me nubla la inteligencia y no podré soportar otro verano más esta terrible enfermedad.
- La verdad, dijo el joven, es que te duele tanto la cabeza, que dudas si tendrás fuerzas suficientes para seguir este interrogatorio. Verdad es que estás solo y enfermo, que puedes morir en esta tierra hostil, a la que odias con todas tus fuerzas y no volver a ver jamás Sicilia, la isla que te vio nacer, que es lo que más deseas en el mundo.
El Secretario levantó la cabeza y dejó de escribir, no daba crédito a sus oídos, conocía demasiado a Pilatos y ahora trataba de imaginar en qué retorcida forma aparecería la ira del impulsivo Procurador, tras oír tales impertinencias. Sin embargo, Pilatos permanecía absorto, como paralizado por lo que acababa de escuchar. El joven nazareno prosiguió:
- Pero tu tormento pasará pronto, pasará la fiebre y olvidarás por hoy tú dolor, y acercándose al procurador, ante la completa pasividad de la guardia, puso sus manos sobre la cabeza de Poncio Pilatos y dijo: Ya ves todo ha terminado.
Después de un minuto de embarazoso silencio, Pilatos pareció despertar de un profundo sueño, el aspecto de su cara era mucho más saludable y con una voz ronca y cascada que no parecía la suya, dijo en latín:
- Que le desaten las manos.
Un legionario de la escolta dio un golpe con la lanza, se la pasó a otro, se acercó y desató las cuerdas del preso.
El Secretario enrolló el pergamino, decidido a no volver a escribir y a no asombrarse de nada.
- Confiesa, dijo Pilatos en griego y bajando mucho la voz, ¿eres un gran médico?.
- No procurador, no soy médico respondió el preso, frotándose con gusto las muñecas hinchadas y enrojecidas.
- ¿ Cómo has podido saber que lo que más deseo es volver a Sicilia?.
- Creo haber dicho Excelencia, que se me otorgó el don de leer en el corazón de los hombres.
El Procurador estaba completamente asombrado y confuso, se le alcanzaba el motivo de la inquina del Sanhedrin contra este joven, comprendía la prisa del intrigante Caifás por deshacerse de él a toda costa. Y en su fuero interno deseó impedirlo.
- Es eso todo lo que hay sobre él, preguntó Pilatos al Secretario.
- No desgraciadamente, dijo el Secretario y tendió ante el procurador otro pergamino más amplio. Esta es la acusación formal que ha presentado conjuntamente José Caifás como Sumo Sacerdote y Presidente del Sanhedrin y el legado de Tiberio en la Legión de Judea.
Leyó Pilatos la acusación y le pareció que la sangre se le agolpaba en las sienes y los pómulos se le encendieron de puro rojo.
- ¿Conoces a un tal Judas Iscariote? ¿Qué le has contado sobre el Cesar?
- Fue así explicó el preso con disposición: anteanoche conocí junto al templo a un joven que dijo llamarse Judas. Me invitó a su casa y me convidó.
- ¿Un buen hombre? Preguntó Pilatos, con la rabia brillándole en los ojos.
- Era un hombre bueno, y curioso- afirmó el preso. En el banquete había mucha gente, manifestó gran interés hacia mis ideas y me agasajó amablemente.
- Encendió los candiles y todo..., dijo el Procurador entre dientes, imitando el tono maravillado del preso, mientras sus ojos brillaban cada vez más.
- Sí siguió Joshua, algo sorprendido por lo bien informado que estaba el Procurador. Solicitó mi opinión sobre el poder político, esta cuestión le interesaba especialmente.
- ¡Ya lo creo que le interesaba!. Y entonces ¿qué dijiste?. Preguntó Pilatos con un tono que no expresaba ya ninguna esperanza.
- Dije que cualquier poder es un acto de violencia contra el hombre y que llegará un día que no existirá el poder, ni el de los Césares, ni el de ningún otro, porque el hombre formará parte del reino de la verdad y de la justicia, donde no es necesario ningún poder.
- ¡ Sigue!.
- Después no dije nada más, concluyó el preso; llegaron unos hombres y me condujeron a la cárcel.
Pilatos no pudo reprimir un acceso de cólera y dirigiéndose al detenido le preguntó a gritos. ¿ Y tú crees desgraciado, que acaso llegará ese reino en alguna parte?.
- Yo creo que ese reino ya ha llegado, precisamente yo he venido a proclamarlo. Ese reino habita en mi corazón y en el de todos aquellos que han escuchado mis palabras y me han seguido. Ha sido fundado sobre la compasión y del amor, incluso a los enemigos. Quien vive en él, vivirá para siempre.
Pilatos hubiera querido gritarle iluso, desdichado y hasta abofetear al joven profeta. A sus sesenta años creía conocer el mundo lo suficiente para saber lo difícil que era conseguir implantar un mínimo de orden que permitiera vivir de un modo civilizado. Definitivamente ese reino no se realizaría en la tierra. Se contuvo, porque en el atrio se había presentado su ayudante, para informarle de que Caifás esperaba en la antesala el resultado de su veredicto.
En sus veinte años de gobierno en Judea, había conocido muchísimos profetas, locos y visionarios de todo tipo; Jerusalén era una de sus mejores canteras, los producía por docenas. Pero había algo en el mensaje del joven nazareno, en la forma de proclamar la verdad de la compasión en el corazón humano, la necesidad del perdón hasta para los enemigos, que era capaz de traspasar las pieles más duras y llegar al interior. En su curtida alma de político, intuía que las palabras de este joven, no se olvidarían nunca. Que tenían la fuerza necesaria para renovarse en el espíritu humano una y otra vez, de generación en generación, hasta el final de los tiempos. ¿ Sería esto la inmortalidad?.
Pensó en la triste suerte que esperaba al reo, después del giro que Caifás había dado a la acusación al introducir en el proceso al propio legado de Tiberio en la legión, como si se tratara de un delito de rebelión contra Roma.. Y a modo de despedida, sin atreverse a mirar a los ojos al preso dijo:
- Temo que no está en mi mano cambiar tu destino.
- Tú los has dicho, contestó el preso, mi destino hace mucho que está escrito.
Una frase sin duda enigmática que en aquellos momentos de tribulación pasó completamente desapercibida para el Procurador.
Pilatos mandó que se llevaran al preso y subió a la azotea superior del palacio, pertrechado con capucha para protegerse del sol. Sólo para incomodarlo, hizo subir a Caifás y le hizo esperar unos minutos a pleno sol, mientras contemplaba el odiado panorama de Jerusalén. Las tortuosas calles de casas abigarradas, sus inseguros puentes colgantes, sus fortalezas privadas y el templo, ese montón de mármol imposible de describir, cubierto por láminas de rutilantes escamas doradas de dragón, en lugar de tejado. Abajo podía percibirse el zumbido sordo de la multitud en la plaza, sobre el que de vez en cuando se alzaban los gritos y gemidos de la plebe.
El Procurador, consciente del temor de Caifás a quedar impuro, buscó el contacto físico en el saludo al gran sacerdote, tratando de palmearle la espalda y lo invitó a que compareciera frente a la plebe en el gran balcón del palacio, donde podría resguardarse del implacable sol. Pero Caifás se excusó con delicadeza, explicando, como si el procurador, no lo supiera de sobra y lo oyera por primera vez, que no podía hacerlo en vísperas de la fiesta.
Pilatos llevaba la cabeza cubierta con la capucha y Caifás, tratando de terminar con aquella molesta situación abordó el tema sin preámbulos:
- ¿Su excelencia ha dictado veredicto, en la sentencia que le ha sido sometida a su aprobación?
- Estimado Pontífice, he examinado al reo y en su conducta no hallo delito alguno merecedor de la muerte. Si os ha ofendido en algo, creo que con una corrección será suficiente.
- Pero Caifás esperaba esta respuesta y tenía bien estudiada la suya. Comprendo que el Procurador de Roma, no considere digno de una condena a muerte, la blasfemia y el sacrilegio contra la religión judía, incluso sé que podría llegar a pasar por alto el alboroto y la provocación a la autoridad hebrea, a fin de cuentas, siempre sería un buen pretexto para blandir la espada contra los revoltosos hebreos. Ahora bien, nos preguntamos en el Sanhedrín como recibirá el Cesar, si es que la sentencia de muerte, no es confirmada, la desautorización pública ante la plebe y las autoridades locales de su legado, en un caso tan señalado, de lesa majestad y de incitación a la rebelión contra Roma.
- Observo, con notable sorpresa que conocéis de antemano el veredicto de la plebe. Sin embargo os hago notar, que no he dicho en ningún momento, que no vaya a aprobar la sentencia de muerte contra Joshua. Sólo quiero saber si el Sanhedrín, ha considerado que este joven, no es un delincuente, sino un pacífico idealista, un visionario, que no ha hecho daño a nadie. Ya que el Sanhedrín podría otorgarle su indulto de la Pascua, antes que a Barrabás convicto del asesinato de varias personas.
- Comprendiendo el valor de la indicación del Procurador de Roma, debo comunicar a su Excelencia, que el Sanhedrín ha deliberado este caso con muchísimo detenimiento, y ha decido otorgar el indulto a Barrabás.
El Procurador insistió para que se cambiara el indulto en favor del Nazareno. A la hora del mediodía, y en el balcón del palacio del Pretorio, ante la plebe de Jerusalén que gritaba histéricamente “salvad a Barrabás, entréganos a Joshua”, Poncio Pilatos representó ese breve y triste papel que le ha asignado la historia. Y tuvo que preguntar por tres veces a la chusma, y quiso que le vieran lavarse las manos antes de entregar al nazareno, y a él se le atribuye una profética maldición sobre el pueblo hebreo: “la sangre de este justo caiga sobre vosotros”. ¿O no fue así?.
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