Trasladarse a vivir a una granja, aprender a cultivar la propia parcela con eficiencia y sin morir en el intento. Poseer gallinas, conejos, y patos, dentro de un cercado. Montar a caballo al amanecer. Volver a notar que el tiempo pasa lentamente, como en las tardes de la infancia.
Gozar recreando inocentemente un pasado, que tal vez nunca ha existido. Disfrutar con las costumbres familiares, con nuestro reducido entorno; tal vez aburrido, pero sin ruidos externos.
La granja y la aldea, los nombres y las caras de los pocos vecinos de nuestro lugar. Y la bendición de no poder alejarse,- ni acercarse- más de lo que se sea capaz de cabalgar en una sola jornada.
Una música con resonancias medievales y folclóricas. Que describe cacerías a galope tendido con trompetas y ballestas en las manos. El trabajo de los leñadores en el bosque profundo e inexplorado. La vida de los proscritos que viven en el bosque y se entretienen en pruebas de destreza con el arco. Los cuentos sobre brujas y espíritus y la hermosura de las mujeres en torno al hogar, durante las largas veladas del invierno. Los animales del establo, la siembra, y la cosecha, las labores diarias de la vida en el campo.
Todas estas cosas dulcificadas por la ficción, me sigue evocando, Canciones del Bosque, ese maravilloso disco de Jethro Tull, que tuve la suerte de escuchar por primera vez cuando solo tenía 17 años.
martes, 27 de octubre de 2009
martes, 20 de octubre de 2009
Reencuentros
Todo trabajo literario debe corregirse y reducirse siempre. " Nulla dies sine linea" ( Anula una línea cada día). Augusto Monterroso.
La escritura periódica y personal permite aprender, reflexionar sobre lo dicho y comprender mejor las cosas. Brinda un poco de confianza en medio de tanta confusión. Sobre todo, con el paso del tiempo, se convierte en una especie de registro de ideas, a donde siempre se puede acudir a buscar orientación.
viernes, 9 de octubre de 2009
Un espíritu tutelar. Capítulo 10ª: Desenlace
Amanecía, la cocina estaba oscuras, faltaba todavía una hora para la habitual agitación del desayuno. Por debajo de la puerta de una habitación pequeña que comunicaba con la despensa, se distinguía el resplandor de una chimenea. Todo estaba en silencio. Fray Alberto abrió la puerta con decisión, vimos de espaldas a un corpulento monje, estaba sentado con la cabeza caída sobre un libro. Fray Alberto la giró hacia nosotros, era el rostro barbudo y desfigurado de fray Arnaldo, tenía los ojos saltados, los labios negros e hinchados y la tez de color amoratado, su expresión era de pavoroso sufrimiento. El prior y yo mismo estábamos paralizados por el miedo; fray Alberto leyó: El aconitum o “matalobos”. En una gran lámina había dibujada una planta de flores púrpuras con la forma de un casco. Tomó el libro con mucho cuidado y se lo acercó a la nariz, hizo una mueca y sin mediar palabra lo arrojó sobre el hogar que continuaba encendido. Al momento el fuego se prendió con fuerza y las llamas comenzaron a devorarlo. Entonces la cara del padre Alberto, adoptó una expresión mucho más relajada, la del hombre de ademanes campechanos que siempre había sido. Salió un momento y regresó, muy sonriente, con tres cuencos de leche fermentada; nos ofreció uno a cada uno y comenzó la explicación que ambos estábamos esperando.
- Debí sospecharlo cuando nada más llegar Fabián me contó que el cocinero un hombre orondo, con barba y voz de bajo le había ofrecido la leche con el hongo “kefir” a media tarde. Ese hombre no podía ser cocinero del monasterio, cómo si no, iba a ofrecer la leche antes de que se haya producido la fermentación. El hongo necesita al menos veinticuatro horas para producirla y por eso en el monasterio, desde hace siglos, la leche fermentada sólo se consume en el desayuno. Ese hombre no era otro que fray Arnaldo, el ayudante del bibliotecario, que se había hecho por fin con el libro de los venenos. Un libro simulado como si fuera de cocina que el bibliotecario, el padre Jorge de Brixen, había traído hasta aquí tratando de evitar que cayera en manos irresponsables. ¡Por desgracia, cayó en las manos de un criminal!. Fray Arnaldo, obviamente conocía al legado papal, era uno de los miembros de la escolta de la legación que fue expulsada del monasterio hace quince años. A la caída que sufrió desde la ventana se debe su cojera. Poseía un cuerpo musculoso, era excelente jinete y mejor arquero, tenía un brillante porvenir en la guardia suiza del Papa. La cojera dio al traste con su carrera, se convirtió en un resentido y en uno más, de los muchos intrigantes de la corte. Urdió su plan: Profesando como monje en este monasterio, tendría una doble oportunidad: la de vengarse, asesinando al abad, a quien consideraba responsable de su desgracia y la de enriquecerse abriendo las puertas de la abadía y de la biblioteca a los ambiciosos cortesanos de Aviñón. Mató de un certero flechazo a fray Guillermo el abad, de forma que todos creyeran en la intervención del demonio. Y pese a la oposición de fray Jorge, el anciano bibliotecario, consiguió que la comunidad se pronunciara a favor de solicitar la información papal.
Sintiéndose perdido, el anciano fray Jorge se refugió en la biblioteca. Pero ni eso respetó, y esa misma noche, fray Arnaldo que como ayudante también poseía la llave de la puerta, se deshizo del viejo. Usó el procedimiento más simple para matar a una persona, sin dejar rastro, precipitarlo por una ventana. Esa semana según me habéis dicho, había nevado copiosamente y en la cara norte, suelen acumularse los ventisqueros. El cuerpo de fray Jorge de Brixen, uno de los más insignes monjes de Sölden ha debido estar varios días bajo uno de esos enormes montones de nieve que se acumulan junto a los contrafuertes del edificio. Probablemente ahora yace sin sepultura en el fondo del precipicio.
Sin embargo el misterioso tesoro bibliográfico, cualquiera que fuese, no aparecía. Llegó el legado fray Bernardo de Caumont, un hombre impaciente, pagó inmediatamente una parte de la suma convenida, pero la parte del león, dependía del hallazgo. Pasaban los días sin resultados, ambos tramaron la falsificación de una carta que enviaron a fray Agustín de Orvieto. De algún modo, quizá porque registraron los papeles y efectos del anciano fray Jorge, supieron que era el antiguo herbolario de este monasterio. Naturalmente que ambos actuaban de acuerdo; trataban de aterrorizar a la comunidad para obtener sus fines sin oposición de ningún tipo y lo estaban consiguiendo, pues de noche, nadie se atrevía a salir de su celda.
La noche anterior a nuestra llegada, fray Arnaldo se acercó a la cocina, trataba de doblegar al cocinero, uno de los monjes más valientes, amigo del anciano bibliotecario y afecto al antiguo modo de hacer las cosas. En ese aposento próximo a la despensa descubrió un extraño libro, demasiado grande y voluminoso para estar en las dependencias de la cocina. ¡El viejo Brixen se la había jugado!, era lo que estaba buscando: nada menos, que un tratado sobre venenos. Apareció el cocinero, trató de arrebatárselo y fray Arnaldo lo mató. No creo que empleara mucha delicadeza, posiblemente le dio un golpe en la cabeza o lo atravesó con uno de esos cuchillos de carnicero. Estuvo leyendo el libro y quedó fascinado por él. No estaba dispuesto a compartir ese enorme poder con nadie, ni con el legado, ni con el propio Papa. El libro le pertenecía y pensó en hacer sentir su poder en el monasterio. Pero las horas pasaban y tuvo que salir con dos mulas a deshacerse del cuerpo del cocinero, antes de que la cocina se poblara de auxiliares y pinches para preparar el desayuno. Por desgracia las ventanas de la cocina no daban al precipicio; así que salió de madrugada, en medio de la nevada para llevarlo al fondo del barranco. Cuando llegamos Fabián y yo, oímos como alguien se afanaba allá abajo por excavar en la nieve; estaba cavando una tumba . Un muerto no suele bajar de su montura para evitar resbalar, eso explica porqué las huellas de una de las dos mulas eran mucho más profundas sobre la nieve. Al cabo regresó fray Arnaldo, y se dispuso a preparar una poción de “amanitas muscarias” iba mezclarla en la sopa que se serviría en una de las mesas del refectorio, era su primera demostración de fuerza. Esta seta, mortal para el hombre, una vez convenientemente hervida, diluida y suministrada en pequeñas dosis es un poderoso alucinógeno, que trastorna la mente humana. Los hunos la utilizaban para infundirse valor antes del combate y para aterrorizar a sus prisioneros.
Fue en ese momento cuando irrumpió Fabián en la cocina, fray Arnaldo tuvo el tiempo justo de guardar el libro bajo su hábito, colocarse un gorro de cocinero e impostar la voz, de forma que resultara tan campanuda como la de un bajo. Es fácil engañar con este disfraz a un joven recién llegado. Todos tendemos a pensar que un tipo gordo con gorro blanco, es un cocinero, aunque cometa la torpeza de ofrecernos como merienda lo que lleva siglos siendo el desayuno.
Cuando me habéis relatado las alucinaciones de los monjes, comprendí que el libro de los venenos estaba en la cocina. ¡Tiene su lógica, yo mismo lo encuaderné como un libro de cocina!. Pero conociendo el carácter fray Jorge de Brixen, me resistía a creer que lo hubiera dejado en un sitio tan peligroso. ¡A no ser que hubiera tomado sus precauciones para neutralizarlo!... Se me pasó por la cabeza una idea propia de él. Bastaba acudir a la cocina para cerciorarme. El anciano bibliotecario concibió una diabólica forma de proteger el libro, con un pincel impregnado en aconitina, pintó las gruesas páginas del libro. El principio activo extraído de la raíz del acónito es incoloro y no tiene sabor; en estado puro es un tóxico tan letal para el organismo, que basta una pequeña cantidad mojada en la saliva que se queda en el dedo al pasar la página, para terminar con la vida de un hombre. Convirtió así, el mismo libro en la trampa mortal para su asesino.
Ahora padre, haríais bien en llamar al legado del Papa, en convocar a la comunidad en cónclave y contarles la verdad. La verdad nos protegerá. Así podré cumplir con la promesa que le hice a este joven, de acompañarlo a la universidad de París, donde comenzará sus estudios de medicina.
Después de encomendarme en París, como pupilo a Tomás Lebrun, un insigne catedrático de medicina, amigo suyo; fray Alberto se marchó según dijo: “a un apacible y soleado pueblecito de del sur de Italia”, cuyo nombre no quiso desvelar. Han pasado muchos años desde entonces, hoy ejerzo la medicina en Dijon, tengo mujer e hijos, una hacienda mediana y una buena reputación profesional. Pero ante cada una de las encrucijadas de la vida, sigo siendo un niño huérfano, echo en falta la presencia de fray Alberto de Isembrant, aquel “numen tutelar”, que sin yo merecerlo, quiso enviarme un día la fortuna.
- Debí sospecharlo cuando nada más llegar Fabián me contó que el cocinero un hombre orondo, con barba y voz de bajo le había ofrecido la leche con el hongo “kefir” a media tarde. Ese hombre no podía ser cocinero del monasterio, cómo si no, iba a ofrecer la leche antes de que se haya producido la fermentación. El hongo necesita al menos veinticuatro horas para producirla y por eso en el monasterio, desde hace siglos, la leche fermentada sólo se consume en el desayuno. Ese hombre no era otro que fray Arnaldo, el ayudante del bibliotecario, que se había hecho por fin con el libro de los venenos. Un libro simulado como si fuera de cocina que el bibliotecario, el padre Jorge de Brixen, había traído hasta aquí tratando de evitar que cayera en manos irresponsables. ¡Por desgracia, cayó en las manos de un criminal!. Fray Arnaldo, obviamente conocía al legado papal, era uno de los miembros de la escolta de la legación que fue expulsada del monasterio hace quince años. A la caída que sufrió desde la ventana se debe su cojera. Poseía un cuerpo musculoso, era excelente jinete y mejor arquero, tenía un brillante porvenir en la guardia suiza del Papa. La cojera dio al traste con su carrera, se convirtió en un resentido y en uno más, de los muchos intrigantes de la corte. Urdió su plan: Profesando como monje en este monasterio, tendría una doble oportunidad: la de vengarse, asesinando al abad, a quien consideraba responsable de su desgracia y la de enriquecerse abriendo las puertas de la abadía y de la biblioteca a los ambiciosos cortesanos de Aviñón. Mató de un certero flechazo a fray Guillermo el abad, de forma que todos creyeran en la intervención del demonio. Y pese a la oposición de fray Jorge, el anciano bibliotecario, consiguió que la comunidad se pronunciara a favor de solicitar la información papal.
Sintiéndose perdido, el anciano fray Jorge se refugió en la biblioteca. Pero ni eso respetó, y esa misma noche, fray Arnaldo que como ayudante también poseía la llave de la puerta, se deshizo del viejo. Usó el procedimiento más simple para matar a una persona, sin dejar rastro, precipitarlo por una ventana. Esa semana según me habéis dicho, había nevado copiosamente y en la cara norte, suelen acumularse los ventisqueros. El cuerpo de fray Jorge de Brixen, uno de los más insignes monjes de Sölden ha debido estar varios días bajo uno de esos enormes montones de nieve que se acumulan junto a los contrafuertes del edificio. Probablemente ahora yace sin sepultura en el fondo del precipicio.
Sin embargo el misterioso tesoro bibliográfico, cualquiera que fuese, no aparecía. Llegó el legado fray Bernardo de Caumont, un hombre impaciente, pagó inmediatamente una parte de la suma convenida, pero la parte del león, dependía del hallazgo. Pasaban los días sin resultados, ambos tramaron la falsificación de una carta que enviaron a fray Agustín de Orvieto. De algún modo, quizá porque registraron los papeles y efectos del anciano fray Jorge, supieron que era el antiguo herbolario de este monasterio. Naturalmente que ambos actuaban de acuerdo; trataban de aterrorizar a la comunidad para obtener sus fines sin oposición de ningún tipo y lo estaban consiguiendo, pues de noche, nadie se atrevía a salir de su celda.
La noche anterior a nuestra llegada, fray Arnaldo se acercó a la cocina, trataba de doblegar al cocinero, uno de los monjes más valientes, amigo del anciano bibliotecario y afecto al antiguo modo de hacer las cosas. En ese aposento próximo a la despensa descubrió un extraño libro, demasiado grande y voluminoso para estar en las dependencias de la cocina. ¡El viejo Brixen se la había jugado!, era lo que estaba buscando: nada menos, que un tratado sobre venenos. Apareció el cocinero, trató de arrebatárselo y fray Arnaldo lo mató. No creo que empleara mucha delicadeza, posiblemente le dio un golpe en la cabeza o lo atravesó con uno de esos cuchillos de carnicero. Estuvo leyendo el libro y quedó fascinado por él. No estaba dispuesto a compartir ese enorme poder con nadie, ni con el legado, ni con el propio Papa. El libro le pertenecía y pensó en hacer sentir su poder en el monasterio. Pero las horas pasaban y tuvo que salir con dos mulas a deshacerse del cuerpo del cocinero, antes de que la cocina se poblara de auxiliares y pinches para preparar el desayuno. Por desgracia las ventanas de la cocina no daban al precipicio; así que salió de madrugada, en medio de la nevada para llevarlo al fondo del barranco. Cuando llegamos Fabián y yo, oímos como alguien se afanaba allá abajo por excavar en la nieve; estaba cavando una tumba . Un muerto no suele bajar de su montura para evitar resbalar, eso explica porqué las huellas de una de las dos mulas eran mucho más profundas sobre la nieve. Al cabo regresó fray Arnaldo, y se dispuso a preparar una poción de “amanitas muscarias” iba mezclarla en la sopa que se serviría en una de las mesas del refectorio, era su primera demostración de fuerza. Esta seta, mortal para el hombre, una vez convenientemente hervida, diluida y suministrada en pequeñas dosis es un poderoso alucinógeno, que trastorna la mente humana. Los hunos la utilizaban para infundirse valor antes del combate y para aterrorizar a sus prisioneros.
Fue en ese momento cuando irrumpió Fabián en la cocina, fray Arnaldo tuvo el tiempo justo de guardar el libro bajo su hábito, colocarse un gorro de cocinero e impostar la voz, de forma que resultara tan campanuda como la de un bajo. Es fácil engañar con este disfraz a un joven recién llegado. Todos tendemos a pensar que un tipo gordo con gorro blanco, es un cocinero, aunque cometa la torpeza de ofrecernos como merienda lo que lleva siglos siendo el desayuno.
Cuando me habéis relatado las alucinaciones de los monjes, comprendí que el libro de los venenos estaba en la cocina. ¡Tiene su lógica, yo mismo lo encuaderné como un libro de cocina!. Pero conociendo el carácter fray Jorge de Brixen, me resistía a creer que lo hubiera dejado en un sitio tan peligroso. ¡A no ser que hubiera tomado sus precauciones para neutralizarlo!... Se me pasó por la cabeza una idea propia de él. Bastaba acudir a la cocina para cerciorarme. El anciano bibliotecario concibió una diabólica forma de proteger el libro, con un pincel impregnado en aconitina, pintó las gruesas páginas del libro. El principio activo extraído de la raíz del acónito es incoloro y no tiene sabor; en estado puro es un tóxico tan letal para el organismo, que basta una pequeña cantidad mojada en la saliva que se queda en el dedo al pasar la página, para terminar con la vida de un hombre. Convirtió así, el mismo libro en la trampa mortal para su asesino.
Ahora padre, haríais bien en llamar al legado del Papa, en convocar a la comunidad en cónclave y contarles la verdad. La verdad nos protegerá. Así podré cumplir con la promesa que le hice a este joven, de acompañarlo a la universidad de París, donde comenzará sus estudios de medicina.
Después de encomendarme en París, como pupilo a Tomás Lebrun, un insigne catedrático de medicina, amigo suyo; fray Alberto se marchó según dijo: “a un apacible y soleado pueblecito de del sur de Italia”, cuyo nombre no quiso desvelar. Han pasado muchos años desde entonces, hoy ejerzo la medicina en Dijon, tengo mujer e hijos, una hacienda mediana y una buena reputación profesional. Pero ante cada una de las encrucijadas de la vida, sigo siendo un niño huérfano, echo en falta la presencia de fray Alberto de Isembrant, aquel “numen tutelar”, que sin yo merecerlo, quiso enviarme un día la fortuna.
Un espíritu tutelar. Capítulo 9º: El bibliotecario y su ayudante.
- Cuando se supo del asesinato del prior, cundió la confusión en el monasterio. Llevaba veinticinco años como superior y junto al anciano bibliotecario, fray Jorge de Brixen era el alma de la comunidad. Se convocó un cónclave y me eligieron para hacerme cargo interinamente de la abadía. Había mucha agitación entre los monjes. Unos querían que se solicitara una información a Aviñón para probar ante la iglesia que la comunidad de Sölden era respetuosa con la regla y el evangelio de Jesucristo. Otros encabezados por fray Jorge de Brixen se oponían tajantemente, y recordaban los funestos acontecimientos y el incendio provocados por las legaciones. Pero de eso hacía quince años, demasiados para la frágil memoria humana. Desde entonces habían profesado muchos monjes nuevos y triunfó la opinión de quienes querían solicitar la investigación papal. Me extrañó la intervención de fray Arnaldo, el ayudante de fray Jorge, un monje callado y taciturno, que por primera vez desde que profesó en el monasterio, tomó partido en contra del bibliotecario. Tal vez por esta razón, el anciano monje abandonó, el cónclave y con uno de sus arrebatos característicos, se encerró en la biblioteca. Nadie lo ha vuelto a ver desde entonces.
- ¿ Queréis decir que ha desaparecido?.
- Así es, sin dejar rastro.
- Continuad, padre.
- A las pocas semanas llegó el legado papal y su escolta. Se trataba de fray Bernardo de Caumont, un dominico francés, seco y resolutivo. Comenzó la encuesta el mismo día que llegó. Se interesó por las circunstancias de la muerte del prior y por la desaparición del bibliotecario. También me preguntó por fray Arnaldo, su ayudante.
- ¿Qué quería saber de él en concreto?, dijo fray Alberto.
- El tiempo que llevaba en el monasterio y en qué consistía su labor como ayudante de fray Jorge. Finalmente me pidió que lo acompañara a la biblioteca, donde se instaló con los galenos y botánicos de su séquito, sin que haya vuelto a recibir su visita hasta ayer mismo, por la tarde. Vinieron el legado y fray Arnaldo, parecían enojados. Me llamó la atención el grado de entendimiento que estos dos hombres secos y taciturnos habían alcanzado en apenas unas semanas. Ambos parecían actuar de común acuerdo. Me preguntaron si conocía a fray Agustín el herbolario de Orvieto, les dije que no. Luego preguntaron por fray Raimundo de Ailly, nuestro antiguo herbolario. Les dije que lo conocí hace años y que ya por entonces su fama de sabio trascendía el ámbito de estas montañas, pero que tenía entendido que hacia tiempo que había fallecido. Por último pretendieron interrogar por la fuerza a este muchacho; me negué. Entonces aparecisteis vos. Creo que si no lo han hecho, es porque desde entonces el muchacho permanece en vuestra compañía.
- Sin embargo, no se han privado de registrar nuestras celdas y nuestras pertenencias.
- Así parece ser, y no creo que vuestra inmunidad como legado del Emperador Carlos de Bohemia, los detenga por mucho más tiempo. De ahí mi ruego de que abandonarais, cuanto antes la abadía.
- Os lo agradecemos en lo que vale; sin embargo, dijo fray Alberto: ¿Creo que hay algo que os preocupa en mayor medida?.
- Así es, esta noche se han producido hechos de extrema gravedad. Una docena de monjes han enfermado, deliran y creen haber visto en sus celdas a Satanás. Se les ha presentado de diez maneras diferentes y todos juran por su salvación haber presenciado orgías que describen con todo lujo de detalles. Ha cundido el pánico en la comunidad, hay monjes que no se atreven a salir de la capilla. Creen que una gran calamidad caerá sobre nosotros en cuanto se ponga el sol.
- Y decidme padre, preguntó fray Alberto, ¿ Todos esos monjes cenaron anoche en una misma mesa?.
El prior puso cara de extrañeza y después de meditar un instante contesto que sí.
- Entonces, dijo fray Alberto, con una sonrisa de satisfacción:
Puede que todo esté resuelto y que no tengamos ya, nada que temer.
- ¡Por favor padre, explicaros, os lo ruego, todos tenemos los nervios a flor de piel!.
- Lo haré, pero dentro de un instante. ¡Ahora acompañadme, de inmediato a la cocina, no hay tiempo que perder!.
- ¿ Queréis decir que ha desaparecido?.
- Así es, sin dejar rastro.
- Continuad, padre.
- A las pocas semanas llegó el legado papal y su escolta. Se trataba de fray Bernardo de Caumont, un dominico francés, seco y resolutivo. Comenzó la encuesta el mismo día que llegó. Se interesó por las circunstancias de la muerte del prior y por la desaparición del bibliotecario. También me preguntó por fray Arnaldo, su ayudante.
- ¿Qué quería saber de él en concreto?, dijo fray Alberto.
- El tiempo que llevaba en el monasterio y en qué consistía su labor como ayudante de fray Jorge. Finalmente me pidió que lo acompañara a la biblioteca, donde se instaló con los galenos y botánicos de su séquito, sin que haya vuelto a recibir su visita hasta ayer mismo, por la tarde. Vinieron el legado y fray Arnaldo, parecían enojados. Me llamó la atención el grado de entendimiento que estos dos hombres secos y taciturnos habían alcanzado en apenas unas semanas. Ambos parecían actuar de común acuerdo. Me preguntaron si conocía a fray Agustín el herbolario de Orvieto, les dije que no. Luego preguntaron por fray Raimundo de Ailly, nuestro antiguo herbolario. Les dije que lo conocí hace años y que ya por entonces su fama de sabio trascendía el ámbito de estas montañas, pero que tenía entendido que hacia tiempo que había fallecido. Por último pretendieron interrogar por la fuerza a este muchacho; me negué. Entonces aparecisteis vos. Creo que si no lo han hecho, es porque desde entonces el muchacho permanece en vuestra compañía.
- Sin embargo, no se han privado de registrar nuestras celdas y nuestras pertenencias.
- Así parece ser, y no creo que vuestra inmunidad como legado del Emperador Carlos de Bohemia, los detenga por mucho más tiempo. De ahí mi ruego de que abandonarais, cuanto antes la abadía.
- Os lo agradecemos en lo que vale; sin embargo, dijo fray Alberto: ¿Creo que hay algo que os preocupa en mayor medida?.
- Así es, esta noche se han producido hechos de extrema gravedad. Una docena de monjes han enfermado, deliran y creen haber visto en sus celdas a Satanás. Se les ha presentado de diez maneras diferentes y todos juran por su salvación haber presenciado orgías que describen con todo lujo de detalles. Ha cundido el pánico en la comunidad, hay monjes que no se atreven a salir de la capilla. Creen que una gran calamidad caerá sobre nosotros en cuanto se ponga el sol.
- Y decidme padre, preguntó fray Alberto, ¿ Todos esos monjes cenaron anoche en una misma mesa?.
El prior puso cara de extrañeza y después de meditar un instante contesto que sí.
- Entonces, dijo fray Alberto, con una sonrisa de satisfacción:
Puede que todo esté resuelto y que no tengamos ya, nada que temer.
- ¡Por favor padre, explicaros, os lo ruego, todos tenemos los nervios a flor de piel!.
- Lo haré, pero dentro de un instante. ¡Ahora acompañadme, de inmediato a la cocina, no hay tiempo que perder!.
miércoles, 7 de octubre de 2009
Ser joven
domingo, 4 de octubre de 2009
Un espíritu tutelar, Capítulo 8: Se esclarece el asesinato del Abad.
En la capilla a pesar del madrugón y del frío, el ambiente era tenso, había cuchicheos y algunos los monjes nos miraban con recelo, el oficio quedó completamente deslucido. Registraron nuestras celdas mientras rezábamos. Sospecho que fray Alberto lo esperaba, pues me tomó de la mano y salimos tan deprisa del oficio que no tuvieron tiempo de organizar lo que habían revuelto. Acudimos a quejarnos al abad, la puerta de su aposento estaba entre abierta y las luminarias encendidas, tenía las ojeras mucho más marcadas que el día anterior como si no hubiera dormido esa noche, parecía abatido. Nos escuchó con cara de preocupación. Cuando terminamos, después de un largo silencio, cerró la puerta, y finalmente se resolvió a hablar, y dijo:
-Hermanos, temo que no estoy en condiciones de tutelaros, ni de brindaros la protección que solicitáis. No quiero ocultaros, que en el monasterio corréis peligro y que mejor sería que os marcharais, ahora que todavía estáis a tiempo.
- ¿ Y cuál es, si puede saberse, preguntó el padre Alberto, el peligro que nos amenaza?.
El abad pareció titubear. Y añadió:
- Nada puedo deciros en concreto, pero desde hace meses el mal se ha apoderado de este convento.
- ¿ A qué os referís?, insistió fray Alberto.
- Al mal en su forma más extrema, la que indica la presencia del demonio.
Nos miraba y debió observar la expresión incrédula en nuestros rostros. Continuó.
- Se han producido asesinatos y desapariciones inexplicables.
- Que sean inexplicables hasta ahora, incluso que sean asesinatos, no os autoriza a hablar de la presencia del diablo, dijo fray Alberto. El asesinato es una acción, por desgracia, demasiado humana.
- ¿Conocéis las circunstancias del asesinato del Prior de este monasterio fray Guillermo de Guggisberg?
- Tengo entendido que se produjo en esta misma habitación y que fuisteis vos quien encontró el cadáver.
Una oscura sombra de terror se pintó en la cara del abad.
- Me dirigí al despacho a primera hora, como todas las mañanas, fray Guillermo estaba sentado, muy tieso, sobre esta misma silla, miraba hacia la puerta con los ojos muy abiertos y fijos. Tenía un profundo agujero que le atravesaba la espalda. No se encontró el arma, nadie había entrado en el despacho, el centinela de guardia continuaba en la puerta, no había oído ningún ruido.
- Bien entonces no hay duda de que la muerte le llegó por la ventana, dijo fray Alberto.
- Es cierto que la ventana estaba abierta, pese a que la mañana era helada, recuerdo que había nevado mucho durante esa semana. La habitación olía a podrido y azufre. ¡El olor del demonio!.
- No, el olor que obligó al padre Guillermo a abrir la ventana. No cabe duda de que sentado en este escritorio donde os encontráis ofrecía un buen blanco para un arquero situado en una de las ventanas de enfrente. A esta misma hora, todas aquellas celdas de enfrente y las contiguas que dan al desfiladero están vacías.
- Pero el agujero en el cuerpo del Prior era mayor que el de una flecha, no tenía orificio de salida y la saeta no apareció por ninguna parte.
- El orificio de salida puede ser el mismo que el de entrada, dijo fray Alberto. Supongamos que en aquella ventana se encuentra un excelente arquero, con uno de esos arcos de siete pies, que han hecho famosos a los soldados suizos. Ha tenido tiempo de calcular la distancia exacta desde la ventana a la silla donde os encontráis y se le ha ocurrido partir el astil de una flecha y aguzar su punta con un cuchillo; marca la hendidura trasera donde irá la cuerda, luego hace un orificio a cada parte de la varilla y enlaza los dos extremos con un fuerte hilo de los que usan los suizos para pescar en sus montañas. Dispara y observa como la cabeza de fray Guillermo cae contra la mesa. Para extraer la mitad del astil, sólo tiene que abrir la puerta de la celda donde se encuentra, y la puerta y la ventana de la celda contigua que da al precipicio; dispara entonces la otra mitad, y ambos proyectiles unidos por el hilo atraviesan de vuelta, la ventana, el pasillo, y por la ventana de la otra celda, van a parar a lo más profundo del abismo. Ya sólo queda arrojar el formidable arco hacia el fondo del desfiladero.
Se produjo un silencio casi absoluto, era como si las palabras de fray Alberto, hubieran devuelto la cordura al Abad, y su cara recobrara un color más humano. Fray Alberto miraba al abad y éste, por vez primera levantó el rostro hacia él. Fray Alberto tomó la palabra:Contad sin miedo, hermano. ¡Presiento que todo está a punto de acabar, os lo aseguro!.
-Hermanos, temo que no estoy en condiciones de tutelaros, ni de brindaros la protección que solicitáis. No quiero ocultaros, que en el monasterio corréis peligro y que mejor sería que os marcharais, ahora que todavía estáis a tiempo.
- ¿ Y cuál es, si puede saberse, preguntó el padre Alberto, el peligro que nos amenaza?.
El abad pareció titubear. Y añadió:
- Nada puedo deciros en concreto, pero desde hace meses el mal se ha apoderado de este convento.
- ¿ A qué os referís?, insistió fray Alberto.
- Al mal en su forma más extrema, la que indica la presencia del demonio.
Nos miraba y debió observar la expresión incrédula en nuestros rostros. Continuó.
- Se han producido asesinatos y desapariciones inexplicables.
- Que sean inexplicables hasta ahora, incluso que sean asesinatos, no os autoriza a hablar de la presencia del diablo, dijo fray Alberto. El asesinato es una acción, por desgracia, demasiado humana.
- ¿Conocéis las circunstancias del asesinato del Prior de este monasterio fray Guillermo de Guggisberg?
- Tengo entendido que se produjo en esta misma habitación y que fuisteis vos quien encontró el cadáver.
Una oscura sombra de terror se pintó en la cara del abad.
- Me dirigí al despacho a primera hora, como todas las mañanas, fray Guillermo estaba sentado, muy tieso, sobre esta misma silla, miraba hacia la puerta con los ojos muy abiertos y fijos. Tenía un profundo agujero que le atravesaba la espalda. No se encontró el arma, nadie había entrado en el despacho, el centinela de guardia continuaba en la puerta, no había oído ningún ruido.
- Bien entonces no hay duda de que la muerte le llegó por la ventana, dijo fray Alberto.
- Es cierto que la ventana estaba abierta, pese a que la mañana era helada, recuerdo que había nevado mucho durante esa semana. La habitación olía a podrido y azufre. ¡El olor del demonio!.
- No, el olor que obligó al padre Guillermo a abrir la ventana. No cabe duda de que sentado en este escritorio donde os encontráis ofrecía un buen blanco para un arquero situado en una de las ventanas de enfrente. A esta misma hora, todas aquellas celdas de enfrente y las contiguas que dan al desfiladero están vacías.
- Pero el agujero en el cuerpo del Prior era mayor que el de una flecha, no tenía orificio de salida y la saeta no apareció por ninguna parte.
- El orificio de salida puede ser el mismo que el de entrada, dijo fray Alberto. Supongamos que en aquella ventana se encuentra un excelente arquero, con uno de esos arcos de siete pies, que han hecho famosos a los soldados suizos. Ha tenido tiempo de calcular la distancia exacta desde la ventana a la silla donde os encontráis y se le ha ocurrido partir el astil de una flecha y aguzar su punta con un cuchillo; marca la hendidura trasera donde irá la cuerda, luego hace un orificio a cada parte de la varilla y enlaza los dos extremos con un fuerte hilo de los que usan los suizos para pescar en sus montañas. Dispara y observa como la cabeza de fray Guillermo cae contra la mesa. Para extraer la mitad del astil, sólo tiene que abrir la puerta de la celda donde se encuentra, y la puerta y la ventana de la celda contigua que da al precipicio; dispara entonces la otra mitad, y ambos proyectiles unidos por el hilo atraviesan de vuelta, la ventana, el pasillo, y por la ventana de la otra celda, van a parar a lo más profundo del abismo. Ya sólo queda arrojar el formidable arco hacia el fondo del desfiladero.
Se produjo un silencio casi absoluto, era como si las palabras de fray Alberto, hubieran devuelto la cordura al Abad, y su cara recobrara un color más humano. Fray Alberto miraba al abad y éste, por vez primera levantó el rostro hacia él. Fray Alberto tomó la palabra:Contad sin miedo, hermano. ¡Presiento que todo está a punto de acabar, os lo aseguro!.
sábado, 3 de octubre de 2009
Postulado: la inmortalidad
La vida en su conjunto no se toma la muerte en serio. Ríe, baila, juega, construye cosas, amontona tesoros y ama; a pesar de la muerte.
Sin embargo, llega un momento en que la muerte nos toca de cerca y su vacío nos mira fijamente, y somos presa del pánico y la desesperación. No hacemos pie en el incierto fondo de nuestra existencia, y perdemos de vista el conjunto de la vida, del que la muerte creíamos que solo era una parte. Aunque hasta entonces, no se nos ocultaba, la triste realidad de la vejez, la convivencia humillante con el dolor, el miedo a la soledad, eran ese tipo de asuntos, a los que preferíamos no dedicar nuestra atención.
Llegado ese momento, nuestra vida se nos representa como un juego azaroso que habíamos procurado disfrazar con un “orden mental”. Un orden que visto desde éste “punto sin retorno”, no es más, que una sucesión de gestos, cabriolas y humoradas con escaso sentido y turbio significado.
Cuando contemplamos un trozo de tela al microscopio, se nos aparece como una red. Si nos fijamos en los grandes agujeros; a través de ellos, creemos adivinar el frío eterno. Pero nuestros ojos no están hechos para mirar mucho rato el vacío de la trama, sino la misma red. Eso nos permite olvidarnos del dolor y la desdicha y alcanzar un poco de paz. Eso y la creencia de que la muerte no es la realidad última. Parece negra, como el aire parece azul; pero no transmite su color a nuestra existencia, como tampoco el aire colorea al pájaro que lo atraviesa volando.
Sin embargo, llega un momento en que la muerte nos toca de cerca y su vacío nos mira fijamente, y somos presa del pánico y la desesperación. No hacemos pie en el incierto fondo de nuestra existencia, y perdemos de vista el conjunto de la vida, del que la muerte creíamos que solo era una parte. Aunque hasta entonces, no se nos ocultaba, la triste realidad de la vejez, la convivencia humillante con el dolor, el miedo a la soledad, eran ese tipo de asuntos, a los que preferíamos no dedicar nuestra atención.
Llegado ese momento, nuestra vida se nos representa como un juego azaroso que habíamos procurado disfrazar con un “orden mental”. Un orden que visto desde éste “punto sin retorno”, no es más, que una sucesión de gestos, cabriolas y humoradas con escaso sentido y turbio significado.
Cuando contemplamos un trozo de tela al microscopio, se nos aparece como una red. Si nos fijamos en los grandes agujeros; a través de ellos, creemos adivinar el frío eterno. Pero nuestros ojos no están hechos para mirar mucho rato el vacío de la trama, sino la misma red. Eso nos permite olvidarnos del dolor y la desdicha y alcanzar un poco de paz. Eso y la creencia de que la muerte no es la realidad última. Parece negra, como el aire parece azul; pero no transmite su color a nuestra existencia, como tampoco el aire colorea al pájaro que lo atraviesa volando.
Un espíritu tutelar; Capítulo 7º: De noche en la biblioteca
El portero me preguntó el nombre y me acompañó a llevar las mulas a la cuadra. Dejé mis cosas en la celda que se me asignó, y después de descansar un rato, pasé por la cocina, con la intención de tomar algo caliente. No encontré a nadie, la cocina estaba vacía, el servicio recogido y los monjes se habían retirado. De una habitación interior, un cocinero barbudo y orondo, su barriga prominente resaltaba bajo el hábito, con abultada voz de bajo me preguntó qué quería. Se lo dije. Parecía muy interesado en mí, me preguntó mi nombre y el motivo de mi visita y finalmente me ofreció un cuenco con leche fermentada. Pude al fin probar, lo que para fray Alberto de Isembrant, era la fuente de la longevidad y la verdad es que estaba bastante bueno. Volví a mi celda y esperé. A la hora nona, llegó un monje con el aviso de que el abad me aguardaba en su aposento. Detrás de la mesa, sentado sobre la austera silla monacal, me recibió un hombre alto, delgado, de aspecto rubicundo. No era un viejo, aunque unas profundas ojeras moradas lo hacían parecer mucho mayor. Me presenté como el asistente de fray Agustín y le conté la historia convenida. Se mostró muy preocupado cuando se enteró de la muerte de fray Agustín. Me preguntó si conocía el motivo del viaje, y le dije que no. No sé si creyó lo que le dije. Por último quiso saber cuanto tiempo pensaba quedarme. Le contesté que una semana era suficiente para reponerme, siempre que el tiempo me permitiera cruzar el puerto hacia Italia, partiría en ese plazo.
En ese momento llamaron a la puerta, entraron dos monjes uno alto y enjuto de rostro seco y expresión soberbia, y el otro de mediana estatura, muy fornido, llevaba barba, y cojeaba de la pierna derecha. De inmediato el abad me dio licencia para retirarme.
Me dirigí a mi celda y luego con todos los monjes al refectorio, para tomar la última colación del día antes de que se pusiera el sol. Ocupé un puesto en la mesa preferente, pues como bienvenida, era costumbre hacer sitio a los recién llegados en la mesa del abad. Aguardamos cinco minutos de pie y en absoluto silencio, hasta que entró el Abad. Le acompañaban esos dos monjes y fray Alberto. Todos se sentaron a la mesa y el abad nos presentó. El hombre más alto de aspecto seco era el legado del Papa, él más bajo, fue presentado como el ayudante del bibliotecario, fray Alberto como el enviado del emperador y yo como el asistente del difunto fray Agustín maestro herbolario de la abadía de Orvieto. La comida, como prescribe la regla, fue frugal y en silencio. A las 4.30 h de la tarde estábamos rezando las vísperas. Al salir de la oración ya había oscurecido, fray Alberto y yo, a pesar del frío, estuvimos paseando por el claustro, a la vista de todos, hasta la hora de completas. Le conté que el cocinero me había ofrecido un cuenco de leche fermentada. Después de completas (a las seis y media de la tarde), según la regla, todos los monjes, deben retirarse a dormir.
Serian las doce de la noche cuando me despertó el sonido de unos pasos que se acercaban a mi celda; temí algún mal. Sin embargo era la inconfundible voz de fray Alberto la que me llamaba.
- Levanta Fabián. Vístete y sígueme, no enciendas ninguna luz, el reflejo de la luna sobre la nieve es suficiente para orientarnos y sobre todo, no hables. Vamos a amagar una estocada al corazón de nuestros enemigos, eso nos situará en un plano de igualdad. Pero se trata solo de una finta, si quisiéramos herir, difícilmente saldríamos vivos de la biblioteca. Si oyes algún ruido no te inmutes; estoy completamente seguro de que en este momento nos vigilan. Nos dirigimos a la biblioteca, fray Alberto abrió la puerta con una ganzúa, y se puso a registrar los estantes más altos rebuscando con auténtica pasión en una zona de enormes tratados de botánica y anatomía. Me dijo al oído, que mirará a la altura de mi rodilla, en el estante que quedaba tapado al abrir la puerta, por si veía algún libro de cocina. Le indiqué que no, con un gesto y entonces redobló su furibunda labor de búsqueda desesperada, hasta que encontró un tomo, lo guardó y se lo llevó a su celda.
En menos de media hora había terminado nuestra expedición de saqueo. Nuestros enemigos creen que tenemos “el libro secreto”. Fray Alberto, pasó las pocas horas que quedaban hasta maitines en mi celda. Al levantarnos para rezar me dijo:
- La cosa va bien, el libro que nosotros buscamos no está en la biblioteca, pero tampoco lo tienen los enviados del Papa. Temo que lo tiene un tercero, en cuanto comprenda su verdadero valor, empezará a sufrir su maléfica influencia y tratará de mostrar su fuerza.
En ese momento llamaron a la puerta, entraron dos monjes uno alto y enjuto de rostro seco y expresión soberbia, y el otro de mediana estatura, muy fornido, llevaba barba, y cojeaba de la pierna derecha. De inmediato el abad me dio licencia para retirarme.
Me dirigí a mi celda y luego con todos los monjes al refectorio, para tomar la última colación del día antes de que se pusiera el sol. Ocupé un puesto en la mesa preferente, pues como bienvenida, era costumbre hacer sitio a los recién llegados en la mesa del abad. Aguardamos cinco minutos de pie y en absoluto silencio, hasta que entró el Abad. Le acompañaban esos dos monjes y fray Alberto. Todos se sentaron a la mesa y el abad nos presentó. El hombre más alto de aspecto seco era el legado del Papa, él más bajo, fue presentado como el ayudante del bibliotecario, fray Alberto como el enviado del emperador y yo como el asistente del difunto fray Agustín maestro herbolario de la abadía de Orvieto. La comida, como prescribe la regla, fue frugal y en silencio. A las 4.30 h de la tarde estábamos rezando las vísperas. Al salir de la oración ya había oscurecido, fray Alberto y yo, a pesar del frío, estuvimos paseando por el claustro, a la vista de todos, hasta la hora de completas. Le conté que el cocinero me había ofrecido un cuenco de leche fermentada. Después de completas (a las seis y media de la tarde), según la regla, todos los monjes, deben retirarse a dormir.
Serian las doce de la noche cuando me despertó el sonido de unos pasos que se acercaban a mi celda; temí algún mal. Sin embargo era la inconfundible voz de fray Alberto la que me llamaba.
- Levanta Fabián. Vístete y sígueme, no enciendas ninguna luz, el reflejo de la luna sobre la nieve es suficiente para orientarnos y sobre todo, no hables. Vamos a amagar una estocada al corazón de nuestros enemigos, eso nos situará en un plano de igualdad. Pero se trata solo de una finta, si quisiéramos herir, difícilmente saldríamos vivos de la biblioteca. Si oyes algún ruido no te inmutes; estoy completamente seguro de que en este momento nos vigilan. Nos dirigimos a la biblioteca, fray Alberto abrió la puerta con una ganzúa, y se puso a registrar los estantes más altos rebuscando con auténtica pasión en una zona de enormes tratados de botánica y anatomía. Me dijo al oído, que mirará a la altura de mi rodilla, en el estante que quedaba tapado al abrir la puerta, por si veía algún libro de cocina. Le indiqué que no, con un gesto y entonces redobló su furibunda labor de búsqueda desesperada, hasta que encontró un tomo, lo guardó y se lo llevó a su celda.
En menos de media hora había terminado nuestra expedición de saqueo. Nuestros enemigos creen que tenemos “el libro secreto”. Fray Alberto, pasó las pocas horas que quedaban hasta maitines en mi celda. Al levantarnos para rezar me dijo:
- La cosa va bien, el libro que nosotros buscamos no está en la biblioteca, pero tampoco lo tienen los enviados del Papa. Temo que lo tiene un tercero, en cuanto comprenda su verdadero valor, empezará a sufrir su maléfica influencia y tratará de mostrar su fuerza.
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